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CAPÍTULO
2: EL EFECTO TOBERMORY
TOMÁS
Habían pasado varios días desde que habían
dejado la Tierra. Aun así, Tomás seguía despertando esperando ver el techo de
lona naranja de su carpa, escuchar los sonidos del camping al amanecer y el
olor del mate cocido calentándose en un fogón.
Después veía el curvo techo blanco de su
camarote y volvía a la realidad.
Estaba en el espacio, rodeado de gente que
apenas conocía. Bajo el mando de un loco. Y sin tener idea de qué era lo que
debía hacer. Supuestamente era el segundo al mando, pero esa era demasiada
presión para un chico de 19 años, sin importar cuánta ciencia ficción hubiese
consumido durante su vida.
Dejó de lado esos pensamientos y se levantó.
Se bañó, agarró su único juego de ropa y salió hacia el buffet.
FLORENCIA
Ya le había tomado el ritmo a la rutina de sus
compañeros de viaje. Sabía que en cualquier momento empezarían a entrar los
primeros madrugadores, si es que cabía la clasificación, siendo que los
horarios de "día" y "noche" habían sido impuestos
arbitrariamente por el Capitán.
Ella tenía todo listo: papilla azul en cubos,
batida, moldeada y aquella mañana esperaba poner a prueba su nuevo invento:
bolitas crujientes. Había descubierto que la pasta tomaba una consistencia
semejante a los chizitos si se horneaba, y le había sacado provecho.
Llegó el primer comensal: Caz, el enorme
extraterrestre. A nadie en la nave le gustaba la pasta azul, eso no era ningún
secreto. Pero el enorme oso lampiño era el único que no se contenía a la hora
de criticar el menú. Y eso siempre le dolía.
— ¡Sírrrveme! — ladró, con su gutural voz.
Ella obedeció. Le temblaban las manos. La presencia del enorme ser la
intimidaba, y sus modales no ayudaban a tranquilizarla tampoco. Cuando le puso
el plato con la insulsa pasta, Caz gruñó descontento y lo alejó con desprecio.
— ¡No quierrro esto! ¡Quierrro algo con alma
de la prrresa!
Aquel reclamo no la tomó por sorpresa. Sabía
que tarde o temprano alguien se lo iba a hacer. Sabía también que probablemente
iba a ser el extraterrestre quien se lo hiciera. Y había ensayado en su cabeza
varias maneras de responder: con seguridad, con violencia, mintiendo,
intentando razonar. Sin embargo, ahora que se enfrentaba a la situación sólo
pudo responder:
— ¿Q—Qué?
Esto pareció enfurecer aún más al grandote,
quien levantando la voz dijo:
— ¡Bueyes
Rrohmg! ¡Quierrro cazar uno y que lo cocines!
Sus manos comenzaron a frotarse entre
sí, nerviosamente. No miraba al extraterrestre, su vista se perdió en un lunar
que tenía en la base del pulgar izquierdo. "El lunar más interesante del
universo", solía decirse a sí misma cuando aquello le sucedía. Eso siempre
la hacía sonreír. No pudo evitar una sonrisa, completamente fuera de lugar en
aquel contexto. Caz tomó esto como una ofensa. Se levantó bruscamente y arrojó
el plato de comida al otro extremo del salón.
— ¿Te rrríes de mí? ¿Te burrrlas de mi
necesidad de estar en una cacerrría, aunque esta sea una farrrsa?
Y rugió, un rugido de advertencia, para
avisar a una presa que empezara a correr, porque se disponía a atacarla. Pero
Florencia se quedó congelada, paralizada del miedo.
— ¡Caz! ¡Quieto!
Era Culbert, gritando desde la entrada. Lo
había retado como a un perro, y como un perro respondió el gigante. Bajó sus
brazos, dejándolos flácidos al costado de su cuerpo, inclinó su cabeza con
humillación y dobló su espalda hacia adelante hasta quedar a la altura de los
ojos de Florencia. Ella no supo cómo reaccionar. Temblaba de miedo, y el miedo
la paralizaba.
Culbert se acercó corriendo.
— ¿Estás bien? ¿Te ha hecho daño?
Florencia miró la humillante postura de la
mole y se compadeció.
— Sólo en el orgullo y esta noche en mis
pesadillas, bromeó. Pero Culbert no se dio cuenta que era una broma y volvió a
gritarle a Caz. Esto le dolió a Florencia todavía más que el intento de ataque
del ser.
— Está bien, señor Culbert. Quise decir que no
me hizo nada.
Sólo entonces el Jefe de Seguridad de la nave
se calmó. No sin antes exigirle a Caz que se disculpara.
— No soy... bueno en esto. Mi gente no tiene
nada... parrrecido a las disculpas. Perrro sepa que lamento mi comporrrtamiento.
Florencia aceptó las disculpas y aprovechó a
dejar algo en claro:
— No dejé que el señor Culbert te siga retando
porque no me gusta ver sufrir a nadie. ¿Entendés? — Caz asintió — Y como no me
gusta ver sufrir a nadie, tampoco voy a matar a esos pobres animales que tu
gente nos dio.
— ¡Son prrresas! ¡Nacierrron parrra serrr
devorrrados y nutrrrirrr a especies superrriores!
— Todos nacimos para ser presas de alguien,
con ese criterio. Pero si puedo hacer algo por impedirlo, lo voy a hacer.
¿Entendiste?
Caz gruñó, pero ante una mirada de Benjamin
dejó de emitir sonido alguno y respondió a regañadientes:
— Entendí.
Luego se sentó y comenzó a comer sin ganas,
como por inercia.
Culbert le hizo señas a Florencia para ver si
iba a estar bien si él se iba y ella lo tranquilizó con una mirada. Al ver todo
tranquilo, se marchó.
Se quedaron solos. Florencia comenzó a
retirarse hacia la cocina, cuando Caz la tomó de la muñeca. Asustada, ella lo
miró. Y el Graahrknut le dijo:
— Es muy sabio lo que has dicho. Equivocado,
perrro sabio. Estarrré meditando durrrante bastante tiempo tus palabrrras.
A Florencia aquello le pareció una disculpa
mucho más sincera que la anterior. Sonrió levemente y le dijo:
— Cuando quieras estás invitado a hablar
conmigo de filosofía, o discutir puntos de vista de la vida. Siempre y cuando
no vuelvas a atacarme.
— Ustedes cada vez me rrresultan mas
extrrraños.
Aquella fue toda la respuesta de Caz, quien la
soltó y siguió comiendo a desgano. Florencia no pudo discutirle. A ella también
le resultaban extraños los humanos.
NOELIA
Junto con Melina habían pasado buena parte de
su tiempo libre estudiando los mapas que le habían dado los Graahrknut. Y si
bien la información que tenía se dividía entre los lugares con "buenos
desafíos" y los "aburridos", no tardaron mucho tiempo en leerlos
como "peligrosos" y "prometedores".
Habían tenido una reunión con Stern y Tomás,
buscando decidir el rumbo a seguir y a los cuatro les había parecido que un pequeño
planeta no muy lejos de allí parecía prometedor para ser la ubicación del tan
esperado "planeta Paraíso" que prometía Stern en sus discursos. Los
Graahrknut habían llamado a aquel planeta "Knotckgaargh", que
significaba algo parecido a "Mundo Bosque", y aquel fue el nombre que
decidieron utilizar.
Ahora se encontraban a menos de dos horas del
Mundo Bosque, y podía sentirse la ansiedad en el puente. Aún no habían llegado
Stern ni Culbert, por lo que el personal del puente estaba bastante relajado.
Enrique rompió el silencio:
— ¡Un nuevo mundo! ¡Por fin vamos a ver otro
planeta!
Noelia lo miró, entre confundida y divertida.
— ¡Pero ya vimos otros mundos, Quique!
¡Pasamos cerca de un montón!
Quique hizo una mueca de decepción.
— ¡Sí, claro! ¡Pero esas eran bolas de piedra,
o de gas, o de metal! ¡Yo digo un planeta planeta! ¡Con árboles, plantas, ríos,
animales y toda la bola!
— Un planeta como la gente.
— Tal cual.
La puerta del puente se abrió. Era Culbert,
serio y con ese andar que gritaba "fuerza de seguridad" con cada
movimiento. Todos callaron. Culbert se ubicó en su puesto. Se enderezó e hizo
un gesto de dolor. Con una mano se masajeó el cuello. Era el mayor de los allí
presentes, al menos una década más grande que el más joven. Y eso se notaba en
la autoridad que imponía con su sola presencia.
Poco después llegó Tomás. Noelia lo vio,
todavía nervioso y cuidándose en cada frase y le costó creer que era la misma
persona que había vencido a los Graahrknut con sus órdenes. En aquel momento
crítico pareció otra persona. ¿Era esa otra persona su verdadera personalidad?
¿O era el producto de los conocimientos imbuidos por la nave? Hasta ahora no
podía decirlo. Aunque durante el Encuentro, en el Uritorco, se había mostrado
bastante simpático.
Y llegó Stern. Pidió informes de posición,
cuanto se había avanzado durante su ausencia y el tiempo estimado de llegada a
lo que ya abiertamente llamaba "el Planeta Paraíso". Cada vez que
decía eso, Noelia no podía evitar pensar "Felicidonia" y reprimir una
risita.
Todos estaban en el puente. Y llegarían a
destino seis horas antes de lo planeado, gracias al uso creativo que había logrado
darle a un grupo de campos gravitacionales que habían encontrado.
Noelia creía muchas cosas: que la posición de
las estrellas determinaba la personalidad y el destino de la gente, que había
una conciencia superior detrás del aparente caos del universo y que cuando
alguien se moría podía visitar a sus seres queridos desde el más allá. Pero le
costaba mucho creerle a Stern. Y los paseos con Raúl no parecían esclarecer
mucho las cosas, tampoco. Todavía no tenían una sola pista acerca del origen de
la nave, o si en verdad tenía alguna relación con su Capitán.
Volvió a mirar su pantalla. Ya estaban cerca.
No podía esperar para ver un mundo nuevo. Quería bajar a toda costa. Iba a
hacer lo imposible para bajar ahí.
STERN
Aquel planeta era
lo que este viaje necesitaba; lo que él necesitaba: un Paraíso deshabitado,
listo para ser colonizado. Porque si todo salía bien, significaba que otra de
sus profecías se hacía realidad. Y si salía mal, siempre se podía encontrar la
forma de culpar a sus enemigos.
Hacía ya varios
días que Mike se había estado acercando a la doctora, primero intentando
convencerla de olvidar su obsesión con la vieja Tierra, y luego haciéndose
pasar por su amigo, buscando el momento justo para quitarla del camino. No
podía decir lo mismo de Valeria. Si bien la joven estaba ansiosa y más que
dispuesta a hacer lo necesario para mantenerse en una posición de alto nivel
dentro de la estructura social de la nave, no se mostraba lista como para
llegar al punto de matar por la causa. Y aquello era una gran decepción.
Mientras tanto, el
nombre de Tomás se oía cada vez más seguido en las conversaciones. Toda la
tripulación parecía obsesionada con el modo en que había resuelto el conflicto
con los Graahrknut. David podía imaginar las conversaciones, por lo bajo, donde
él quedaba como un ridículo inútil sin saber qué hacer, hasta que llegaba aquel
niño sudamericano para robarle el show, gritando órdenes a diestra y siniestra.
¡Y nadie se burlaba de David Stern y vivía para contarlo!
Valeria entró en su
habitación. Llevaba puesta una de las túnicas que habían usado sus fieles,
durante su estancia en la Tierra. Él mismo las había diseñado, para ser
sugerentes al mismo tiempo que quien la usara se viera obligado a aceptar su
cuerpo o soportar la vergüenza de verse expuesto. La idea era tanto minar la
autoestima de quien la usara, como servir de recreo visual a él y los suyos.
Pero aquellos
trucos, aquellas maquinaciones, habían quedado atrás para él. Eran estrategias
de un farsante, de un falso profeta que hacía lo que hacía por su propio
beneficio. Y él no era eso, aunque alguna vez así lo creyó. Él era el Elegido.
Y alguien con su status no podía rebajarse a esas banales tramas.
Distinto era el
caso de Tomás, o de la doctora. Porque sus deseos egoístas, su falta de fe,
eran la serpiente en el Paraíso. Y a las serpientes se las mata aplastando su
triangular y escamosa cabeza.
— Uno de tus fieles
me obsequió esta túnica. ¿Cómo me queda?, dijo Valeria, posando sugestiva. Él
la miró, indiferente.
— Aunque debo
reconocer que visualmente es un espectáculo inmejorable, la realidad es que te
miro y sólo veo a alguien que no cumple con su tarea, sin importar qué tan
sencilla sea esta.
Ella se congeló,
sorprendida.
— ¿No es la
respuesta que esperabas? — ella negó con la cabeza — Yo tampoco esperaba tu
respuesta a mis órdenes. Porque te pido que estudies a mi segundo al mando y en
lugar de eso, ¿qué haces? — Cerró su mano en un fuerte puño, tomando parte de
la túnica con una fuerza asesina y comenzó a agitarla, zamarreando a Valeria
hacia atrás y adelante con violencia — ¡te pones a jugar a la modelo y a
intentar seducirme! ¿Crees que soy un imbécil?
Ella forcejeó, pero
era inútil. Stern era muy fuerte. Consiguió tomar aire y gritar:
— ¡No! ¡Estoy
cumpliendo! ¡Dejame explicarte!
Stern la soltó en
medio de una sacudida y ella perdió el pie. Terminó sentada en el suelo, con la
espalda apoyada contra la pared. Levantó la vista, temerosa, y vio los ojos
salvajes mirándola desde lo alto, listos para retomar su ataque.
— Si me mientes te
pateo la cara.
La amenaza la tomó
completamente por sorpresa. No se había esperado algo así. Durante uno o dos
segundos pareció perder toda actividad cerebral, se quedó con la mirada perdida
en un punto indefinido. Luego sonrió, le extendió el brazo para que le ayudara
a incorporarse y una vez de pie le contó lo que había estado haciendo.
— Estuve hablando
con personas de su entorno. Conociéndolo sin que él me conozca. Hablé con
Culbert, Melina, Enrique, esa chica rara del buffet y hasta con la doctora.
Después hablé con Parker y Keegan. Ellos me dieron la túnica, que voy a usar
para seducir a Tomás.
Stern la
interrumpió, curioso:
— ¿Les dijiste para
qué la querías?
— Les dije que
quería ser parte de tu religión. Y que para eso quería vestirme como solían
hacerlo en la Tierra.
— Bien hecho. No
quiero que nadie aparte de Mike y tu conozcan mis planes. Keegan, Parker y los
demás son leales, pero uno nunca sabe hasta dónde se puede confiar.
Valeria asintió.
— Totalmente. Pero
además quiero usar la túnica para fortalecer tu presencia en la comunidad.
Todos los fieles deberían usarla, para empezar a diferenciar a creyentes e
infieles, ¿No te parece?
Stern la miró, con
beneplácito marcado en el rostro.
— ¡Y yo que te
creía una estúpida engañosa! ¡Qué equivocado estaba! — La abrazó y le acarició
la nuca, donde notó que se formaba un chichón — ¡Perdón por este arranque de
furia! ¡Es que no soporto la traición!
Se miraron a los
ojos. Dos agujeros negros atrapados cada uno en el pozo gravitacional de otros
dos, vacíos por dentro, salvo por una indescriptible cantidad de oscuridad.
— ¿Perdonarte por
lastimar mi cuerpo? ¿Por qué, mi amor? ¡Si mi cuerpo es tuyo para que dispongas
de él!
Y se besaron. El
beso más falso que hubo en varios años luz a la redonda. Y también el único.
TOMÁS
"¿Por qué me
preocupa tanto lo que Stern y Culbert piensen de mí? Si Dave me dejó en claro
que no le importaba que yo no creyera que esta es una misión divina. ¡Supongo
que es mi forma de ser! ¡Mi vieja siempre decía que me preocupaba demasiado por
las cosas que no existían! Aunque también tengo que tener en cuenta que mi
viejo me decía que nací con su mismo olfato para presentir problemas. Bah, creo
que lo decía para convencerme de ser policía."
Algo lo sacó de sus
pensamientos.
— Perdón, Quique.
Estaba pensando... — se corrigió — estaba distraído.
Enrique sonrió.
— Sí, me di cuenta.
— Culbert los miró, siempre serio, y levantó una ceja — Te decía que estoy
recibiendo sonidos desde el Mundo Bosque.
Tomás se acomodó en
su asiento.
— ¿Sonidos?
— Sí. Una especie
de eco radial, como una transmisión, pero muy débil. Creo que puede ser un
satélite.
Todo se puso mucho más
interesante de repente. Era como encender una luz en un cuarto oscuro. De
pronto, todas sus inseguridades se habían quedado allá, en la Tierra, junto a
sus padres.
— Noelia, ¿cuánto
falta para llegar?
Ella no tuvo que
mirar la pantalla para responder, en su cabeza mantenía una cuenta regresiva
que cada uno o dos minutos verificaba con sus controles. Estaba tan ansiosa
como todos por llegar. Quizás incluso más.
— Veinte minutos. —
y agregó — ¡Los veinte minutos más largos de mi vida!
Tomás entendió lo
que quería decir y respondió con una sonrisa.
Diez minutos
después estaban en el interior del sistema planetario: una estrella enana roja,
un planetoide peligrosamente cerca de su estrella madre, dos cinturones de
asteroides, un gigante gaseoso anillado y el tan esperado Knotckgaargh. El
Mundo Bosque.
Estaba ubicado en
la zona habitable del sistema. El primer informe de Enrique les dijo que
aproximadamente el setenta por ciento de la superficie estaba cubierto por
distintas especies de árboles. El treinta por ciento restante lo componía una
cordillera tan inmensa que desde donde la estaban observando interrumpía el
esférico horizonte del planeta. Tomás lo miró un rato, estudiándolo. Algo le
pareció particularmente extraño, pero no podía precisar qué. Entonces lo notó:
— Si hay tanta
vegetación, ¿Dónde está el agua? ¿Dónde están las nubes?
Enrique tocó sus
controles y respondió.
— ¡Ja! ¡No van a
creer esto! ¿Ven esas llanuras? ¿Ahí, al Sur de las montañas? ¿Y allá al Oeste?
¿Y, básicamente, en cada lugar donde se nota que no hay tanta vegetación?
— Ajá.
— ¡Son plantas
flotantes! ¡Océanos de plantas flotantes!
Tomás decidió darse
el lujo de bautizar un mundo y dijo:
— ¡Ya fue todo!
¡Nada de Mundo Bosque! ¡Estamos orbitando el planeta Irupé!
Su ocurrencia fue
festejada por todos, menos por Culbert, que preguntó:
— ¿Qué diablos es
un Irupé?
Y mientras Noelia
le explicaba, Enrique se sorprendió cuando Tomás le guiñó un ojo, rebosando de
felicidad.
Hermanaron su
órbita con la del pequeño satélite que habían captado. Se trataba de un
artefacto de observación, ubicado para monitorear la actividad del planeta.
¿Qué actividad? No lo sabrían hasta recuperar el satélite o estudiarlo detalladamente
a distancia. Lo único que tenían claro era que no pertenecía a nadie de aquel
planeta. Tomás ordenó no perturbar la órbita del aparato, para evitar cualquier
posible problema con quien fuera que lo hubiese colocado allí.
Mientras tanto
comenzaron a medir y conseguir más datos sobre Irupé. Estaba densamente poblado
por una fauna variada. Desde peces y moluscos hasta reptiles y mamíferos.
— Vendría a ser
como la Tierra en la época de los dinosaurios, pero sin dinosaurios, explicó
Amanda, la estudiante de biología que se había despertado en la nave con los
conocimientos necesarios para convertirse en una Oficial Científica.
— Por favor que
alguien le avise a Caz que tendrá oportunidad de variar su menú —, dijo
Culbert, y al ver que le festejaban el chiste agregó — No estoy bromeando.
¿Puede alguien avisarle?
Mientras tanto,
Amanda seguía fascinada y fascinándose con los nuevos datos que llegaban del
planeta. Y entre tanta emoción a nadie se le ocurrió pensar "¿dónde está
Stern?".
Grave error.
STERN
Despertó con ganas
de recorrer su reino (así era como veía al Arca, como "su Reino"). Se
vistió, le echó una mirada a Valeria, que aún dormía y salió de su habitación.
Saludó con una sonrisa prefabricada a quienes se cruzaba, sin llegar a
detenerse a conversar. Decidió ir al buffet, tenía un poco de hambre. Y
mientras, pensaba estrategias para recuperar el poder que poco a poco le estaba
quitando aquel niño estúpido.
Entonces pasó por
el Mirador.
La visión del verde
planeta era magnífica, podía quitarle a uno la respiración. Y David se quedó
sin aliento, pero por la furia que lo invadió. Cambió su rumbo: directo al
puente de mando. SU puente de mando. El huracán de odio que se formó en su
cerebro arrasó con la frágil sonrisa que habitaba su rostro, borrándola por
completo. Ya no saludó a nadie en el camino. Ni siquiera notó cuando alguien lo
saludaba. Su mente estaba llena con un sólo pensamiento: acabar con la vida de
ese niño que le había robado injustamente la nave que era suya por derecho
divino. Sin planes secretos ni subterfugios. Allí, frente a todos. Y que todos
aquellos traidores aprendieran de una maldita vez quién era su legítimo líder.
El líder que Dios
había elegido para ellos.
La fiesta que había
en el puente se terminó medio segundo después de que él llegara.
— ¡Pero qué bello
planeta, eh! — Todos cruzaron miradas nerviosas — ¿Cuándo iban a dignarse a
avisarme? ¿Eh? ¿Y qué pensaban hacer, ahora que estamos aquí? ¿Qué esperaban?
¿Las órdenes de mi segundo al mando? — miró a Tomás, quien no le pudo sostener
la mirada — Saben por qué se lo llama "segundo al mando", ¿Verdad? —
muchos asintieron, pero no todos. Entre las excepciones se encontraba Tomás. Se
le acercó. Cuando lo tuvo cara a cara le dijo, con voz glacial — ¿Lo sabes? —
Esta vez sí asintió, pero no era suficiente — ¿Y por qué es que te llamo
"segundo al mando?"
— P... Porque estoy
después que vos.
— ¡Después que
usted!
— Después que
usted.
Stern suspiró,
aliviado. Se sentó en su asiento.
— Bien. Así está
mejor. — Su tono de voz cambió a uno más calmo. Entonces preguntó — Vamos a
descender. Quiero ver qué tan paradisíaco es este planeta. ¿Quién tiene ganas
de bajar conmigo? — Noelia, Tomás, Enrique y Melina levantaron la mano,
olvidando brevemente el tenso momento que acababan de pasar — ¡No, ustedes no! —
Dijo con ironía — ¡Me refiero a quién más del resto de la nave! ¡Ustedes, los
del puente, están castigados y no podrán dejar sus puestos hasta que yo decida
si nos quedamos o nos vamos! ¿O se pensaban que no los iba a castigar por su
pequeño acto de rebeldía?
De nada sirvieron
las excusas que intentaron dar sus oficiales. Él era mucho más que un líder.
¡Él era su padre! Y a veces los padres deben ser severos, aunque les duela.
Claro que a él no
le dolía. Al contrario, lo disfrutó bastante.
FLORENCIA
El más monótono y
cotidiano de los días puede cambiar en un segundo.
Florencia estaba
levantando los platos de la última mesa, antes de irse a descansar, cuando Mike
entró en el buffet. Lo había visto conversando con Diana varias veces, incluso
almorzando juntos. Pero no habían cruzado más palabras que las que se hablan
mientras alguien come y alguien más le alcanza la comida. Y sin embargo, ese
hombre estaba por convertirse en su mejor amigo. Al menos por un rato.
— ¿Cerrando, ya? —
preguntó sonriendo. Ella no se atrevió a confesar que estaba cansada y quería
irse a dormir. En lugar de eso contestó:
— ¡Todavía no! ¿Te
traigo algo?
Hizo una mueca de
desagrado.
— No, gracias. No
vine a buscar comida. Vine a buscarte a ti. — Florencia lo miró sorprendida,
por un momento tuvo un leve atisbo de expresión en su rostro.
— ¡Ay, no! ¡Otra
vez no! Perdón si me expresé mal en algún momento o te hice entender...
Mike sonrió.
— Por trabajo. Vine
a buscarte por trabajo. — ella dejó de hablar. Sus manos comenzaron a frotarse
entre sí. — El capitán me pidió que armara un equipo de trabajo para explorar
la superficie. Te quiero a vos y a Diana, para que vean si las plantas y
animales de acá son seguras para establecernos. También a Caz y un grupo de
seguridad, por si no lo son.
— Oh. — fue toda su
respuesta. Porque la perspectiva de bajar a un nuevo mundo sobrepasó toda
posibilidad de elocuencia. Florencia no sabía a ciencia cierta cómo se sentía
ser feliz. Pero aquella sensación que estaba teniendo se parecía bastante a lo
que ella imaginaba que debía sentirse la felicidad. O quizás el miedo.
MIKE
Saliendo del buffet
no pudo evitar recordar lo que había sucedido minutos atrás.
Se había encontrado
con Dave justo después del anuncio de que debían prepararse para descender. En
su cuarto, desde luego. A solas.
— Has estado
trabajando muy bien, mi fiel discípulo. Ahora tengo un nuevo trabajo para ti.
— Lo que sea,
respondió con sinceridad.
— Vas a bajar a la
superficie. Quiero que lleves a un grupo de los más fieles. De los que obedecen
sin preguntar. Y quiero que lleves a tu amiga la doctora y a la chica del
buffet. Quiero que exploren este nuevo mundo. Que lo estudien. Y que descubran
que es demasiado peligroso para quedarse... — Su voz se hizo más grave — Tan
peligroso que ninguna de las dos sobrevivirá la expedición. ¿Comprendido?
Mike se guardó la
sorpresa. No, no podía demostrar falta de convicción. Ni siquiera ante una
orden así. Pero sí se animó a preguntar algo.
— ¿La chica del
buffet? ¿Por qué ella? ¡No sabía que era una amenaza!
— Las peores
amenazas son las que no se ven hasta que es demasiado tarde, hijo mío. Está
siempre ahí, deprimida. Y no es esa depresión que puede moldearse en fe. Es la
depresión del inteligente, del irónico. Eso puede ser contagioso. Un comentario
sarcástico hoy, otro mañana. Y en una semana tenemos un caldo de cultivo para
una rebelión. Los problemas hay que abortarlos antes de que sea demasiado
tarde.
— ¿Qué hay del
chico?
— ¿Tommy? ¡Él es
mío!
Mike asintió en
silencio. No tenía nada en contra de la chica del buffet. Pero tampoco tenía
nada a favor, no la conocía lo suficiente. Pero a Dave sí lo conocía. Y le
temía. Su problema era la doctora. La doctora sí le caía bien.
Y llegó a la
enfermería.
DIANA
— ¿Otra vé' vos por
acá? ¿Y ahora qué te pasó? ¿Te peleaste con perro' bipolare' de Marte, o qué?
Mike sonrió con
melancolía. Aquella mujer lo sorprendía siempre con alguna ocurrencia que le
hacía olvidar su auto impuesta armadura. Tenía que evitarlo — todo su ser
racional le decía que tenía que evitarlo —, pero la doctora cada vez le caía
mejor. Era una pena que tuviera que matarla.
— No vengo a
internarme esta vez, doc. Vengo a darle el alta a usted.
— "A usté, a
usté" ¡Pero dejate de joder, nene! ¡Me seguí' tratando de usté y me voy a
tené que sentir una jovata, che! ¿Eso queré'?
Ambos rieron.
Recién después cayó en la cuenta de lo que Mike le había dicho.
— ¿Cómo que a darme
de alta, nene?
— Sí, doc. La
necesito conmigo. Vamos a bajar al planeta y queremos que se fije si las
plantas y los animales de acá se pueden comer.
— ¿A mí? ¿Para?
— Para que haga
estudios, no sé. Si tienen veneno, o alguna sustancia tóxica, si las plantas
tienen propiedades curativas, todo eso.
Ella lo meditó un
momento.
— Voy. Pero
'cuchame una cosa: Yo quiero volver, vos sabé que yo quiero volver. Así que yo
te ayudo, pero vó ayudame también, ¿dale, Miguelito?
— Voy a hablar con
Dave de nuevo. Te lo prometo.
Sonaba a la vez
sincero y triste. Como si algo de lo que estaba diciendo fuese imposible, o una
mentira. Por un momento pensó en confrontarlo, pero prefirió dejarlo pasar. Se
hizo la distraída y le siguió el juego. Le caía bien el pibe, aunque ella sabía
que él era un fiel seguidor de su Capitán. Pero todavía tenía a Tomás. Él sí
quería ayudarla, pero parecía demasiado asustado para enfrentarse a Stern. Ella
iba a seguir insistiendo. Con Tomás, con Mike y con quien fuera. Porque su hija
estaba sola, y la necesitaba. Y Juli era su vida.
La nave se posó en
un claro que encontraron en lo que sería el Ecuador de Irupé. Su descenso fue
suave. Su aterrizaje gentil. El absoluto opuesto del que había realizado en la
Tierra. Las compuertas de entrada se abrieron y la rampa se desplegó
tímidamente, como intentando no aplastar a nadie al hacerlo, aunque no había
nadie para aplastar. Todos los habitantes de la zona se habían alejado apenas
notaron que la enorme sombra que oscureció su cielo se acercaba a ellos. El
equipo de exploración bajó por la rampa.
Florencia fue la
primera en pisar el suelo de aquel planeta extrasolar. Sintió la compulsión de
decir alguna frase histórica, pero no se le ocurrieron mejores palabras que las
dichas por Neil Armstrong:
— Es un pequeño
paso para una mujer, pero un gran salto para la humanidad.
Caz la miró,
confundido.
— No entiendo, ¿qué
quierrres decir?
Mike, que había
sido advertido que a los Graahrknut se les había dicho que los humanos eran
grandes viajeros estelares, dio una sencilla explicación para evitar más
preguntas:
— Es un ritual que
hace nuestra especie cada vez que bajamos a un mundo nuevo. — E indicó a los
demás con la mirada que confirmaran su historia, cosa que hicieron.
El claro no era
mucho más grande que la nave. Incluso habían aplastado algunos árboles en la
parte delantera, al aterrizar. El grupo caminó hacia el límite del bosque. Los
árboles de allí tenían una especie de piñones, pero en su interior tenían una
sustancia blanda y pegajosa. Parecía miel, pero olía a una mezcla de flores y
gas metano. Diana tomó uno de los frutos y extrajo muestras para analizar en su
laboratorio. Hicieron lo mismo con distintas hojas, tallos y raíces. Siempre
dentro de los límites del claro. Todavía no estaban listos para adentrarse en
el frondoso bosque.
Florencia se acercó
a Diana.
— No hay insectos. —
Observó usando su tono desprovisto de emoción. — Ni una hormiga, ni moscas,
escarabajos, nada. Raro, ¿no?
— ¿Sabé' que tenés
razón? — Dijo y agregó — ¿Sabé' qué más es raro? — Florencia negó con la
cabeza. La doctora señaló hacia atrás — ¡Ese pedazo de cosa! ¿Vó' vistes el
tamaño que tiene eso? ¡Es más grande que un estadio de fútbol! — Florencia
comprendió que se refería a la nave.
— Es enorme, sí.
Diana se la quedó
mirando, preocupada.
— ¿Nena 'tás bien
vó? Te noto caiducha.
La chica hizo un
esbozo de sonrisa al escuchar aquel término.
— Soy así. Es como
soy. — Se tomó un segundo para pensar algo. Respiró como para hablar y con algo
de duda en su rostro le dijo — es que yo soy...
Se interrumpió
cuando Caz pasó cerca de ellas, olisqueando el aire.
— No importa.
Después hablamos.
Diana se la quedó
mirando. En aquel momento se la veía tan frágil, tan vulnerable, que por un
segundo le recordó a su hija. No pudo evitarlo. Un antiguo novio la había
comparado con un coco, "porque sos dura por fuera, pero dulce y tierna por
dentro", le había dicho. Y ver así a Florencia hizo que su corteza se
abriera, dejando escapar un par de gotas de dulzura.
— Vení, nena.
Quedate acá cerca mío, no vaya a ser que aparezca un bicho y te muerda.
Florencia la miró y
asintió, sin sonreír. Casi como si fuera un androide.
CAZ
Había algo en el
aire. Una leve esencia, detrás de los perfumes de las flores y las hojas. Detrás
del delicioso aroma de sus compañeros de viaje. Era un perfume muy leve, pero
allí estaba.
— ¡Porrr aquí! —
indicó, señalando hacia el Este. La línea de árboles comenzaba a poco más de
veinte metros de la nave en aquel lugar. Caz se dirigió a donde su olfato le
indicaba. Pasó junto a la doctora y la encargada de la alimentación y éstas
dejaron de hablar. Varias veces había notado que los miembros de aquella
especie interrumpían sus conversaciones cuando él estaba cerca, pero no
entendía la razón. Como fuera, aquel silencio fue lo que necesitaba para intentar
localizar mejor a su presa.
Entró en el bosque,
solo. Su glándula de alerta secretó las sustancias que su cuerpo necesitaba
para agudizar sus sentidos. Y entonces el débil rastro olfativo se vio acompañado
por leves sonidos de pisadas y plantas quebrándose bajo el peso de un animal.
No sabía si hacerlo o no, pero finalmente decidió usar su sentido de eco
localización. Esto era un arma de doble filo, ya que si la presa en cuestión
podía oír la frecuencia del pulso, ésta sabría con certeza la ubicación de su
depredador. Por suerte no pareció ser el caso: la criatura que buscaba estaba
no muy lejos de allí, agazapada. Podía sentirla claramente. Lanzó un nuevo
pulso. Estaba apenas a un salto de distancia. Así que realizó aquel salto.
Sus garras se
aferraron al peludo cuerpo. La criatura comenzó a chillar, asustada. Caz sonrió
al notar aquellos deliciosos músculos y tendones luchando por soltarse. Aquello
le abrió el apetito. Abrió la boca y se preparó para el festín.
Salió de los
arbustos con el equivalente Graahrknut de la desilusión reflejado en el rostro.
La doctora y la humana del buffet lo miraron, sorprendidas. Todavía llevaba a
su presa en una de sus garras, luchando inútilmente por escapar.
— Este planeta no
sirrrve. Los animales de aquí no son
comida.
MIKE
El resto del equipo
que había descendido a Irupé estaba formado por otros dos fieles miembros del
culto de Stern, estratégicamente ubicados en puestos de seguridad, para así
tener acceso a las pocas armas que tenían a bordo. Apenas salieron de la nave,
Mike les indicó asegurar el perímetro y dividirse en dos grupos: dos de ellos
irían cerca del extraterrestre, mientras que él y otro se quedarían cerca de la
doctora y la chica.
Su plan era que el extraterrestre
decidiera ponerse a cazar, provocando a los animales del lugar. Y en medio de
la estampida resultante, ellos dos aprovecharían para disparar a las mujeres y
hacerlo pasar como un accidente.
Pero algo había
salido mal. No se había producido tal estampida, por lo tanto habían perdido la
oportunidad de encargarse de ellas sin levantar sospechas. Se acercaron al
grupo, para ver qué estaba pasando.
— ¿Cómo que no es
comida? ¿Qué queré' decir?
— Su olorrr. No
huele a carrrne comestible. ¡Apesta a veneno! ¡Como todo lo que hay aquí!
¡Plantas, árrrboles, frrrutos! ¡Todo es veneno! ¡Porrr eso mi gente no quierrre
cazar aquí!
La chica del buffet
se acercó al gigante. Le pidió ver de cerca a su presa y éste se la entregó.
Mike también quiso verlo. Parecía un gato, pero su cuerpo era inusualmente
largo, casi como una serpiente cubierta de pelos. En la mitad de su torso tenía
un tercer par de patas, que impedía que su vientre se arrastrara. Su rostro,
salvo por algunos pequeños detalles, era el de un felino terrestre.
— ¿Cuando decís que
es venenoso te referís a que su carne es tóxica, o su mordedura? — preguntó
Florencia. Caz no supo responder, así que simplemente repitió:
— Tiene olorrr a
veneno.
Ella acarició la
cabeza del animal con las puntas de sus dedos y notó que éste dejaba de luchar.
Parecía sentirse a gusto. Le pidió al gigante que se lo diera, pero el
extraterrestre se mostró reticente. Mike vio allí la oportunidad de cumplir con
su misión.
— ¡Está bien, Caz!
¡Deja que lo alce!
Era perfecto. Si el
animal la mordía y era venenoso, sólo necesitaba eso para que ella muriese.
Quizás las cosas podían hacerse más sutilmente que a los tiros. Sin embargo, el
felino pareció tomarle afecto de inmediato. Se trepó al cuerpo de la chica,
usando sus seis patas para hacerlo. La chica sonrió. Era la primera vez que la
veía sonreír. ¿Acaso una mascota le ayudaría a superar su depresión constante?
¿Seguiría considerándola una amenaza Dave si ya no se deprimía? Decidió que por
ahora intentaría dejarla en paz. Porque quizá ya no fuera tan peligrosa para
los planes de su líder. Pero además porque no se sentía cómodo matando a una
joven inocente.
La doctora era otra
historia. Ella sí representaba una abierta amenaza a la misión: no dejaba de
hablar de volver a la Tierra, no ocultaba su desprecio y descreimiento hacia el
credo de David y hasta lo había desafiado abiertamente, ignorándolo durante el
primer encuentro con los Graahrknut.
El problema era que
cada vez le caía mejor.
El grupo comenzó a
hablar de regresar a la nave, y Mike tuvo una idea para deshacerse al menos de
Diana.
— Nena, si te queré
llevar a este animal con nosotro', tenemo' que agarrar algunas planta', para
darle una comida compatible con su biología.
Allí fue donde Mike
vio la oportunidad.
— La doctora tiene
razón. Ustedes vayan a cosechar frutas, tallos y plantas enteras por allí. Yo
escoltaré a Diana al bosque, así recolectamos muestras de suelo, otras plantas
y cortezas.
— ¿Y si es
carnívoro? —, preguntó Florencia.
— Entonces también
buscamos otros animales. — Dijo Diana — Creo que sé cómo hacer para clonar un
animal y hacerle comida para todo el viaje.
— Vamos, terminemos
aquí, así podemos regresar. — interrumpió Mike. Y se separaron en dos grupos.
Estaban lo
suficientemente adentro del bosque como para haber perdido de vista la
gigantesca silueta del casco de la nave. Mike hizo silencio, para ver si podía
oír al otro grupo. Nada, ni un sonido. Diana estaba a un par de metros delante
de él. Era el momento. Sacó una pistola 9mm. Nunca había disparado en su vida.
Ahora tendría su bautismo de fuego, asesinando a la única persona que lo había
tratado bien desde el comienzo del viaje. Los ojos se le llenaron de lágrimas,
no pudo evitarlo. Ella estaba juntando tierra con una pequeña pala. Y tres
segundos después iba a estar en el piso, con un agujero en la nuca. Y él
inventaría un inexistente ataque de una bestia imaginaria. Y que al disparar
para salvarla, accidentalmente le había acertado. Se mostraría deprimido y
culpable durante semanas. No iba a ser difícil, ya se sentía así en aquel
momento, sólo por apuntarle.
DIANA
— ¿Sabé' una cosa,
Miguelito? ¡A mi hija siempre le gustó tener plantitas! Cuando vuelva a casa
podría llevarle un par, ¿qué decís vó?
Se volteó justo
para ver a su amigo apuntándole. Las lágrimas surcando sus mejillas como ríos
gemelos. El yanqui saltó de sorpresa, tanto o más asustado que ella.
— ¿Qué estás
haciendo, loco de mierda? — gritó, y consiguió moverse hacia el costado. Mike
no dejaba de apuntarle, pero sus manos temblaban como gelatinas. Pronto todo su
cuerpo tembló. Y mientras ella corría a esconderse detrás de un árbol, el
hombre se dejó caer sobre sus rodillas y allí se quedó, sollozando, con el arma
aún en sus incapacitadas manos.
Estuvieron así un
rato, no supieron cuánto tiempo. Hasta que Mike alcanzó a decir:
— ¡No puedo, Diana!
¡Venga tranquila! ¡Venga y máteme!
Soltó el arma. Y se
quedó allí, llorando arrodillado en un bosque, a cientos de años luz del lugar
en el que había nacido.
Diana se acercó,
cautelosa, atenta a cualquier movimiento repentino que pudiera hacer. No estaba
segura todavía de si era una trampa o si Mike realmente se había quebrado.
Volvió a respirar cuando tuvo el arma en sus manos. Le apuntó, luego lo pensó
por segunda vez y finalmente se la guardó.
— Me quedo con
esto, por protección, ¿Sabé'? Levantate y vamos para allá. ¡Vas a decirle al
turro ese de tu jefe que con Diana Mantovani no se jode! ¿Tá claro?
— ¡No, por favor!
¡No me haga volver! ¡No sabe lo que es David cuando está enojado! ¡Por favor!
— ¡Y vó no sabé' lo
que soy yo cuando toy enojada! ¡Levantate, caracho! — finalmente su fallido
verdugo obedeció. — Y cuando volvamo' a verno', fijate. ¡O estás conmigo, o te
poné' en el medio del camino que me va a llevar de vuelta con mi Juli!
¿Estamo'?
— S—sí, señora.
— Ahora limpiate
las lágrima', soplate los moco' y cuando nos encontremo' con el resto del grupo
te vas a quedar piola. ¿Cuchaste?
— S—sí, señora.
— Bien.
FLORENCIA
El clima en aquella
latitud era templado. No había una sola nube en el cielo. Claro que apenas
llegaban a ver el cielo desde allí. Las copas de los árboles apenas dejaban
pasar algún que otro furtivo rayo de luz estelar. Florencia se distrajo un
momento mirando los juegos de sombras que se formaban en la verde bóveda sobre
ella, hasta que su nueva mascota le recriminó la falta de caricias. Quiso
hablarle, pero no se animó. Nunca le había gustado hablar con los animales, a
pesar de que los amaba.
— ¿Estás segurrra
de que deseas llevarrrlo a borrrdo? — preguntó Caz, gruñendo las palabras, que
era la forma en que podía pronunciar el castellano. — No podrrrás comerrrlo. No
entiendo el punto de llevarrrlo contigo.
Sin dejar de mirar
al extraño gato/serpiente de pelaje magenta, respondió, con su característica
voz monótona:
— Las mascotas
siempre me hicieron sentir bien. No soy de tener estos sentimientos con otras
personas, en general. ¡Además la gente es muy caótica!
— ¡Ya lo crrreo!
¡Dicen una cosa, cuando en rrrealidad querrrían decirrr otrrra! ¡O dicen algo y
hacen lo contrrrarrrio! ¡También esconden sus sentimientos hacia otrrros! ¡O
los disfrrrazan!
Florencia lo miró
por un instante. No a los ojos, sino al lado de ellos.
— Somos un dolor de
cabeza, ¿no?
— Lo son,
cierrrtamente.
— ¡Sí que lo somos!
— Se quedó meditando en silencio y luego agregó — Me siento más cómoda acá, con
vos y mi gato, que allá, rodeada de gente.
"Yo
también", iba a responder Caz, cuando los miembros del equipo de seguridad
les interrumpió para avisarles que la expedición había terminado.
Salieron del
bosque. En la rampa se reencontraron con Diana y Mike. El yanqui tenía los ojos
rojos, como si hubiese estado llorando. La doctora les explicó que era por un
hongo que le había escupido una nube de esporas en la cara, pero que ya estaba
fuera de peligro. Ella quiso saber más, pero Diana la interrumpió. Al parecer
le aburría hablar del incidente de los hongos.
— ¿Y ya pensaste el
nombre para el bicho? — dijo, señalando a la criatura que seguía reclamando
caricias.
— Estoy indecisa.
Me gustan dos nombres, Tobermory y Cheshire.
— ¡Qué nombre'
raros, nena!
— Los saqué de
libros. Cheshire le va bien, por el color. Y Tobermory porque es un gatito
inteligente. — Había auténtica alegría en su voz. Auténtica e inusual.
Entraron a la nave.
Florencia llegó a ver que Diana y Mike cruzaban miradas. Mike bajó la cabeza,
asustado. ¡Y claro! ¿Quién no iba a estar asustado después de ser atacado por
un hongo extraterrestre?
— Venite conmigo
que vamo' a revisar estas cosas. — le dijo Diana. Comenzaba a pensar en ella
como una figura materna.
— ¡Cuidado! — ladró
Caz.
Y entonces los
ganchos bajaron rápidamente del techo de la entrada y se clavaron en la nuca
del extraño felino. Luego se elevaron, arrebatándoselo de los brazos. El animal
quedó suspendido en el aire por unos segundos, sujeto de la nuca al brazo
mecánico. Luego éste descendió, posando con suavidad a su presa en el piso,
inconsciente.
Habían corrido
hasta la enfermería, con el animal a cuestas. Lo habían acostado en una
camilla. Diana le había colocado electrodos en su pequeña cabeza y estaba
monitoreando los cambios que se producían en aquel cerebro. En palabras de la
doctora, parecía que no sólo le estaba enseñando un idioma, como lo había hecho
con los Graahrknut, sino que directamente afectaba la parte de la corteza
cerebral encargada de la sapiencia.
— ¿Entonces va a
estar bien? — quiso saber Florencia. Se sentía culpable de ver al pequeño
animal allí acostado. Después de todo, había sido ella quien lo hizo subir a
bordo. Diana le dijo que no debía preocuparse, que todo indicaba que su mascota
no iba a sufrir ningún daño y que en todo caso lo más probable era que
terminara siendo inteligente. Lejos de tranquilizarla, eso la hizo sentir aún
más culpable. Para ella su inteligencia era más una carga que un beneficio. Y
ahora aquella pobre criatura tenía la posibilidad de sufrir como ella lo hacía.
DIANA
El proceso tardó
bastante más que cuando le había sucedido lo mismo a los Graahrknut.
Probablemente porque ellos ya tenían un neo córtex en sus cerebros, mientras
que en el paciente en su camilla parecía estar formándose una. Monitorear
aquello era fascinante. Era como presenciar milenios de evolución en meros
minutos. Aprovechó para consolar a Florencia. La pobre se sentía culpable por
el estado de su mascota. Pero cuando ella le dijo que estaba fuera de peligro,
pareció calmarse. Permaneció junto a la camilla, en silencio, como absorta en
sus pensamientos. Pero al menos su rostro ya no era de preocupación. La dejó
tranquila y volvió a enfocarse en su paciente.
Sin dejar de monitorear
su actividad cerebral, aprovechó a hacer todo tipo de análisis: sangre,
hormonas, signos vitales y tomografías. Los resultados no parecían
prometedores. Al menos no para el propósito de la misión que los había llevado
allí. Otra cosa que notó fue que no exhalaba. Al respirar absorbía aire, el
cual pasaba por su tráquea hasta una suerte de estómago y ahí parecía ser
absorbido completamente. Decidió efectuarle estudios bioquímicos y ahí conoció
la respuesta. Eran malas noticias para muchos. Aunque no para ella.
FLORENCIA
Unas horas más
tarde, la criatura despertó. Miró hacia los lados y luego se detuvo, mirando
fijamente a Florencia, con una mirada inescrutable. Ella comenzó a disculparse:
— ¡P—perdón! ¡No
sabía que te iba a pasar algo cuando entráramos a la nave!
El extraño animal
se incorporó, estiró sus extremidades y se le acercó, mirándola fijamente a los
ojos. Entonces dijo:
— ¡Ráscame la
espalda!
Florencia y Diana
se miraron, confundidas.
— ¿Qué?
— ¡Ráscame la
espalda! ¡Como antes! ¡Me gusta! ¡Ráscame!
Florencia obedeció.
La criatura ronroneó satisfecha. Luego dijo.
— ¡Suficiente!
¡Puedes soltarme! — así lo hizo. — Entonces, ¿Cuál es mi nombre?
Florencia lo miró,
pensó unos segundos y luego dijo:
— Tobermory.
¡Definitivamente Tobermory!
TOMÁS
Volvió a mirar la
hora. Le había parecido que hacía dos semanas que estaban ahí, en un
exoplaneta, por primera vez en la historia de la humanidad. Un exoplaneta al
que, además, él le había dado un nombre. Pero no, habían sido cuatro breves
horas. Era su hastío y la frustración de no poder descender al nuevo mundo lo
que extendía la percepción del tiempo como si se encontraran orbitando un
agujero negro. Nunca había odiado con fervor a nadie, pero en aquel momento
juntó todo el odio que no había usado en su vida y lo dirigió a su jefe, Stern,
quien lo miraba desde su silla con una expresión mezcla de burla y severidad.
Algo lo sacó de sus
pensamientos. Era un mensaje de la doctora. Quería hablar con el personal del
puente. Así lo indicó Tomás. Y él, Stern, Enrique y Noelia se dirigieron a la
sala de reuniones. En un incómodo silencio.
—Bué, les tengo
malas noticia'.
Stern pareció
reprimir un comentario. Tomás alcanzó a ver que le dirigió una mirada
fulminante al hombre que estaba junto a Diana, cuya primera reacción fue bajar
la vista, avergonzado. Se lo notaba nervioso.
— ¿Qué pasó allá
abajo? ¿Qué descubrieron? — preguntó Stern, sin dejar de mirar al hombre
asustado.
— La química de los
animale', planta' y cualquier otra cosa viva que haya por acá no es compatible
con la nuestra.
Stern la miró, sin
entender. Parecía no gustarle admitir que no entendía, pero la doctora no iba a
darle el gusto de evitarle que lo diga. Tomás comprendió lo que ella decía al
instante, pero prefirió callarse, esperando que fuese Stern quien tuviera que
pedir explicaciones. Era una revancha muy pequeña por haberle hecho perder su
oportunidad de conocer otro planeta, pero era lo único que tenía. Luego de un
largo silencio, Stern perdió la batalla consigo mismo y se vio obligado a preguntar,
con una irritabilidad más que visible:
— ¿Y entonces?
Diana sonrió con
malicia. Tomás también. El rostro de Stern se puso rojo de furia. El ayudante
de la doctora comenzó a hacer un par de tics nerviosos.
— Significa que
cada planta, fruto o animal que hay en este lugar es tóxico para nosotros. No
se puede comer.
— ¡Mierda! —
exclamó Stern. Luego se calmó y acotó, en su tono de voz calmado original —
¡Bien! ¡Parece ser que el Señor no desea entonces que éste sea nuestro lugar de
residencia!
— La verdá' que no.
¡Ah, otra cosa! ¡Tenemo' un nuevo tripulante! — todos cruzaron miradas,
sorprendidos. — ¡Florencia! ¡Tobermory!
Florencia entró en
la habitación tímida, insegura. No le gustaba ser el centro de atención. Por
suerte para ella, las miradas en seguida se desviaron hacia el largo felino que
había elegido recostarse sobre sus hombros, dándole un parecido a una boa de
plumas o una chalina, con sus patas traseras colgando por un lado del cuerpo de
la chica del buffet, las patas intermedias sujetas a su cuello y la cabeza y
patas delanteras del otro lado. La criatura que habían bautizado Tobermory
levantó su cabeza y habló, para sorpresa de todos los presentes:
— ¿Entonces ustedes
son los que mandan aquí? ¿Los Alfa? ¡Bien, los apruebo! ¿Quieren darme una tarea?
Stern y Tomás se
miraron. Por un momento el estupor fue superior al miedo y rencor que se tenían
mutuamente. Enrique y Noelia se acercaron a la inusual pareja.
— ¡Qué lindo! —
dijo Noelia. Intentó acariciarle la cabeza, pero el ser gruñó, mostrando una
serie de pequeños aunque afiliados dientes.
— ¡Límites,
señorita! ¡Límites! — La retó Tobermory, — ¿No ve que ya tengo quién me
acaricie cuando así lo quiera?
Enrique reprimió
una carcajada. Intentó disimularlo con un poco convincente tosido.
Stern se recuperó
de la sorpresa y comenzó a darle la bienvenida con un discurso grandilocuente y
rimbombante. El felino miró entonces a Tomás y le preguntó:
— ¿Y cuál es su
función, señor?
Tomás no supo qué
responder. Lo pensó demasiado, dándole tiempo a Stern de intervenir.
— Es mi Segundo al
mando.
— ¿Dos al mando?
¿Al mismo tiempo? ¡Qué poco práctico! ¡Redundante!
— ¡Tobermory! —
exclamó Florencia, con su rostro cada vez más rojo. Stern sonrió.
— ¡No hay problema!
¡Hay peores faltas de respeto que una simple opinión! — Luego cambió de tono,
mirando fijamente a Mike — ¿Michael? ¿Puedes darme un informe de la misión, por
favor?
El hombre intentó
controlarse, pero a Tomás se le hizo evidente que estaba aterrado. No pudo
evitar sentirse identificado con aquel pobre tipo. Aunque luego pensó "Si
él, que lo conoce desde hace años, le tiene tanto miedo, ¿Cómo tengo que
sentirme yo, que me conoce desde hace apenas unas semanas y ya me odia?".
Un escalofrío le recorrió la espalda.
Se quedó mirando
cómo ambos se iban, hasta que notó que Enrique le estaba hablando.
— Perdón, Quique,
no te estaba escuchando. ¿Qué me decías?
— Que si vamos a
despegar, me gustaría poder inspeccionar aquel satélite que está orbitando
Irupé antes de irnos. Está transmitiendo una señal a algún lado y me gustaría
saber qué onda con eso.
— Dale, Quique.
Buena idea. — contestó, casi automático. Enrique y Noelia se fueron, así que se
puso a charlar con Florencia. Algo en ella lo calmaba. Quizás fuera su
naturaleza tranquila.
— ¿Y tu gato? — le
preguntó. Ella hizo una mueca, mitad sonrisa, mitad otra cosa.
— Je. Ya no es mi
mascota. Ahora es mi... ¿Jefe? ¿Amigo? ¡No sé! Pero me da órdenes y le gusta
escucharme.
— Como cualquier
gato. — bromeó Tomás. Ella no interpretó que fuera un chiste.
— Es verdad. ¡Intrigante!
Diana se les
acercó. Se los quedó mirando, en silencio. Luego espetó:
— ¡Ojito ustedes
dó'! ¿Eh?
Las caras de ambos
se ruborizaron. Diana quiso aprovechar la oportunidad de tenerlos ahí para
conversar de algo que venía guardando desde hacía bastante tiempo.
DIANA
— Escuchen, ahora
que 'tamo solo' quería hablar con los dó'.
Tomás alzó una
ceja. Florencia se la quedó mirando, sin hacer ningún gesto. Diana prosiguió:
— Esto se está
poniendo feo. ¡Miguelito trató de matarme!
Florencia suspiró,
aterrada. Tomás se indignó.
— ¿Cómo que quiso
matarte? ¿Cuándo? ¿Cómo?
— Allá abajo,
cuando nos quedamo' solo' en el bosque. No quiso decirme por qué, pero fue una
orden de aquel yanqui loco. Supongo que no le debe gustar nada que no deje de
decirle a todo' que me quiero volver a casa.
Tomás comenzó a
temblar. ¿Stern quería matar a Diana? ¿Y a quién más? ¿Había hecho bajar a
Florencia también para matarla? ¿Y a él? ¿A él también querría sacarlo del
medio?
— ¿Estás segura,
Diana? ¿Qué pasó allá abajo?
— ¡Te voy a contá'
qué pasó allá abajo! — dijo ella, enojada.
Y le contó.
STERN
El arco de la
puerta de su habitación parecía tener propiedades alquímicas. No convertía el
plomo en oro, pero transformaba al benevolente e histriónico Capitán Stern en
David el Violento. Mike fue testigo del asombroso cambio. Valeria también.
— Michael, Michael,
Michael. Te dí una orden. No la cumpliste. ¿Eres consciente de que mis órdenes
son dictadas por nuestro Señor? — Mike asintió nervioso, sin animarse a mirarlo
a los ojos — ¿Y aun así desobedeces? ¡Esa es una grave ofensa, hijo mío! — Miró
fijamente a Valeria, mientras seguía hablando con Mike — ¡Te quiero acostado en
el suelo! ¡Boca arriba, ojos abiertos! ¡Es momento de probar la fuerza de tu fe!
Mike y Valeria
cruzaron sus miradas, llenas de terror. Sabían que algo malo estaba por
suceder, pero no qué tan malo iba a ser. Stern lo miró desde arriba, la figura
de un dios, que desde las alturas decidía quién debía vivir y quién morir como
castigo por sus acciones. Stern levantó un pie y lo acercó lentamente a la
nariz de su seguidor, hasta rozarle la punta. Y sin aviso levantó el pie y
volvió a bajarlo, dándole un fuerte pisotón en el medio de la cara. Luego otro.
Y otro más. Después comenzó a patearle las costillas, hasta que se cansó.
Agitado, tomó
asiento. Miró a Valeria, congelada del miedo en un rincón de la habitación, la
vista fija en el desdichado sanguinolento que sollozaba y tosía tirado en el
piso, y aquello le pareció bueno. Estaba agitado por el esfuerzo, así que se
concentró en controlar su respiración. Cuando pudo volver a hablar, con voz
serena, como si lo anterior hubiese sido un mero trámite, le habló a la chica:
— Val, por favor,
¿Podrías acercarme un vaso de agua? — ella reaccionó con rapidez, como si fuera
una androide programada para servirle solamente a él. O si temiera ser ella en
el piso, bajo sus zapatos, la próxima vez.
Tomó un largo
trago, saboreándolo, y la besó. Notó cómo su delicado cuerpo temblaba. Y
aquello le gustó todavía más. Interrumpió su beso para hablarle. Siempre con
aquel tono pacífico:
— Por favor, amor,
cumple con tus tareas. ¡Quiero que me traigas a ese imbécil de Tomás en bandeja
de plata! Es mi destino el terminar con su vida. ¡Así que averigua todo lo que
sepas de él! ¡Odiaría tener que hacerle lo mismo a este hermoso rostro! ¿Mmh?
Ella asintió,
intentando sin éxito ocultar el pavor detrás de una sonrisa. Por alguna razón
aquella expresión le encantó. Y volvió a besarla.
TOBERMORY
Aquello era algo
nuevo. Claro, todo era nuevo para él, cuyos recuerdos nítidos comenzaban en la
camilla de la enfermería, despertando de vaya a saber qué, pero el hecho de o
conocer al líder de aquella nueva manada era algo que iba más allá de sus expectativas.
Había algo de instinto gregario en aquello. Algo que estaba por encima de su
recién adquirida capacidad de pensar.
Sin embargo, el
encuentro le había parecido demasiado breve. No había tenido oportunidad de
conversar con él, de presentarse o conocerlo mejor. Miró a la persona que le
daba sus caricias, Florencia se llamaba, y le dijo "Ya vuelvo".
Y se marchó.
Había alcanzado a
olfatear al líder del grupo, así que no fue difícil seguirle el rastro por
aquellos curvos corredores, hasta su habitación. La puerta estaba cerrada, pero
en su cabeza tenía los conocimientos necesarios para abrirla. También sabía que
había un panel con un timbre, pero no le interesó. Porque aunque tenía el
conocimiento, nadie le había explicado todavía las normas de convivencia. En
varios aspectos seguía siendo aquella criatura salvaje de algunas horas atrás.
Usando sus uñas
forzó la puerta y entró. Allí estaba el líder, pisoteando el rostro del amigo
de la doctora. ¿Era aquel el comportamiento habitual de sus nuevos compañeros
de viaje? ¿Se trataba de algún extraño ritual? No entendió, así que decidió
quedarse callado, observando y analizando la situación.
Luego de los
pisoteos y los golpes, el líder le dio una orden a la hembra y ésta obedeció. Y
a continuación se besaron. Entonces comprendió. Se trataba de un rito de
apareamiento. El macho demostraba superioridad ante otro macho para ganar la
atención de la hembra. "Interesante", pensó con cierta apatía. Y
decidió volver para hablarle luego.
Salió de la
habitación tan discretamente como había entrado.
TOMÁS
Florencia había
regresado al buffet. Tomás se había quedado con Diana, conversando,
conociéndose mejor. Fue cuando la doctora consideró que había establecido un
vínculo con Tomás que decidió contarle lo que había sucedido durante la
expedición.
— ¿Cómo que
quisieron matarla? ¿Quién quiso matarla, Diana?
— Ese pibe,
Miguelito. Mike. ¡El que se fue recién con el yanqui loco!
Tomás no lo podía
creer. Eran sus peores temores vueltos realidad. Pero... ¿Sería así, o se
trataba de un mal entendido?
— ¿Segura que no
fue un mal entendido, Diana?
La doctora subió la
voz y de inmediato se dio cuenta y continuó la frase susurrando:
— ¿Mal entendido?
¿Mal entendido? Sí, puede ser. ¡Me di vuelta cuando 'tábamo' los dó solo' en el
bosque y me 'taba apuntando a la cabeza para matarme un mosquito, a la mejor!
¡Y por ahí por eso se largó a llorar y a decirme "¡no puedo, Diana, no
puedo!"!
Tomás se quedó con
la boca abierta, con una palabra a medio salir. ¡Entonces era verdad! ¡Estaban
metidos en la boca de un lobo! Por otro lado, pensó, ¿podía confiar en la
doctora? ¿Qué tal si todo esto lo estaba haciendo como parte de un plan para
regresar a la Tierra?
Entonces entró
Tobermory.
— Disculpen, ¿han
visto a Florencia? ¡Necesito que me rasque la espalda! ¡Aquella sesión de
violencia gratuita me dejó los nervios destrozados!
Tomás y Diana se
miraron, curiosos.
— ¿Qué sesión de
violencia gratuita? — preguntó Tomás. El felino sacudió su pequeña cabeza, como
intentando olvidar. Igualmente respondió:
— ¡Aquella que usan
ustedes en sus actos amatorios! ¡Por favor! ¿Construyen estas maravillas que
pueden surcar el espacio y aun así siguen teniendo los mismos instintos
salvajes de inadaptados primitivos, como mis congéneres?
— Toblerone, ¿de
qué caracho estás hablando? — preguntó Diana, casi a los gritos.
— ¿Qué viste? —
quiso saber Tomás.
— Tobermory, por
favor. — la corrigió el pequeño ser. Y agregó, narrando con tono cansino, como
si le aburriera lo que estaba haciendo: — Aquel que les da las órdenes, no sé
su nombre...
— ¡Stern! — informó
Tomás.
— ¡Cómo sea! Para ganarse
la atracción de una hembra...
— ¿Una mina?
¿Quién? ¡Tanto tiempo en la enfermería me hace perder todos los chisme'! —
Tomás la miró, extrañado. Diana se excusó — ¡La información es poder!
— Decía... Para
ganar la atracción de una hembra se puso a golpear al macho que estaba con
ustedes aquí, en la reunión.
— ¡Mike! — gritaron
al unísono los dos humanos en la sala.
— ¡Sí, es cierto!
¡Así lo llamó! Lo debe haber golpeado bastante, porque no se levantó, después. —
luego miró a Tomás y agregó, indignado — También le comentó a la hembra que
quiere tu cabeza en una bandeja, supongo que para comerla. Como dije,
¡salvajes!
Su tono cansino y
despectivo no se condecía con el contenido del relato. Al tener finalmente la
confirmación de sus miedos, Tomás sintió una mezcla de emociones que a la vez
le quemaba el alma y le helaba la sangre.
— ¡Nene! ¡Miguelito
está en problema'! ¡Y vó' también!
¡Tenemo' que hacer algo!
Diana estaba
desesperada, parecía haber olvidado que aquel hombre había estado a punto de
matarla, apenas un par de horas atrás. Pero tenía razón. ¡Había que hacer algo!
¡Y ya!
— Dejame llamar a
Culbert.
— ¡No hay tiempo!
¡Vamo', nene! ¡Ademá', ese policía está con el yanqui loco!
— Tenés razón.
Tobermory, ¡mostranos dónde están!
Y salieron corriendo
hacia el cuarto de Stern, listos para enfrentar su destino.
ENRIQUE
La nave seguía
allí, en la superficie del planeta que habían bautizado "Irupé", en
un claro de aquel bosque que se extendía por todo aquel mundo. Noelia había
preparado todo para despegar. Sabía que aquella iba a ser la próxima orden que
su Capitán le iba a dar, lo que venía a significar que era su destino el
perderse de pisar el suelo de este exoplaneta. Enrique leyó la decepción en su
rostro. Abandonó su consola un instante. Le puso una mano en un hombro y le
dijo:
— Es como dice
aquel temazo, Noe, "Olvida que eres sangre y huesos, aguanta como si
fueras de piedra".
Ella lo miró y
arriesgó una sonrisa.
— Lo único que
tengo de piedra es la cara, decían mis amigas.
Ambos rieron. Hacía
falta una carcajada. Difuminaba aquella miasma depresiva que había entre
aquellos a quienes Stern les había prohibido salir de la nave como castigo por
olvidarse de él. Quiso hacer un comentario, pero no se animó. Culbert estaba
demasiado cerca y todavía no sabía bien cómo tratarlo.
Noelia volvió a su
lugar y prosiguió estudiando aquel satélite que orbitaba la atmósfera exterior
de Irupé. ¡Era algo magnífico! Las primeras lecturas que había hecho no habían
sido muy confiables, por haber coincido con una fuerte eyección de masa coronal
de la estrella principal de aquel sistema, pero ahora había logrado compensar
los sensores. ¡Podía oír palabras! ¡No entendía el idioma, pero aquellos
sonidos tenían una estructura definida!
— ¡Noelia! ¡El
satélite definitivamente está hablando! ¡Estoy rastreando sus datos y creo que
está transmitiendo números! ¿Mediciones? ¿Datos binarios? ¡Hay un patrón! ¡Hay
un cierto ritmo!
— ¿Qué? ¿Y a dónde
está transmitiendo? — preguntó Culbert, preocupado.
— No sé.
¡Rastreando! ¡Protocolos de análisis del lenguaje activados! — respondió
Enrique.
Se habían perdido
bajar al planeta, pero de él dependía iniciar un nuevo contacto con otra
especie.
STERN
Los golpes a la
puerta de su habitación fueron rápidos, violentos e inoportunos. Había alguien
enojado al otro lado. ¿Pero quién? Indicó por señas a Valeria que se vistiera y
a Mike que se levantara del piso y se escondiera. No quería que nadie lo viera
así como estaba.
Abrió la puerta. La
loca y el imbécil. Había algo diferente en la cara de Tomás, sin embargo. Algo
en sus ojos. ¿Pero qué?
— ¿Puedo saber a
qué se debe este escándalo? ¡Doctora! ¡Sé que no nos llevamos bien y he
intentado evitarla todo lo posible para no tener que discutir! ¡Y tú, Tomás!
¡Mi mano derecha, mi consejero! ¿Así es como me tratas, luego de darte la
oportunidad de decidir varias cosas muy importantes en esta misión sagrada? ¿Es
así como...
No terminó la
frase. Algo le golpeó el mentón, pero no alcanzó a ver qué. El golpe lo agarró
desprevenido y perdió el pie. Aterrizó sobre sus rodillas. Levantó la vista,
algo mareado. Había sido el chico. La doctora se había quedado paralizada, ante
la inesperada reacción del joven. Tomás lo había golpeado. Y volvió a hacerlo,
con un pie. La patada le dio de lleno en las últimas dos costillas, dejándolo
sin aire. Cayó al piso, boca abajo. Tomás iba a golpearlo otra vez, descargar
todas las frustraciones que le había hecho pasar en aquellos días. Pero Diana
lo detuvo.
— Ya está, pibe.
Este no jode má'. No hay que matarlo. ¡Hay que sacarlo! ¡Para que deje volver a
los que quieran volver!
Tomás se la quedó mirando, todavía con aquella
mirada extraña tan atípica de él. Stern entendió cuál era el cambio que no
había logrado identificar: Tomás lo miraba sin miedo. Y ahora fue él quien
quedó aterrorizado.
Claro que
aterrorizado no necesariamente significa paralizado. David el Violento era,
ante todo, un sobreviviente. Y aprovechando una minúscula fracción de tiempo en
la que su atacante se distrajo, mirando a la doctora, tomó el arma que había
escondido en sus ropas apenas comenzaron los golpes en la puerta. Comenzó a
levantar el arma para disparar, pero Diana alcanzó a notarlo y se la sacó con
una fuerte patada. La pistola pegó contra el
alquímico marco de la puerta y rodó hacia el pasillo. Y allí se quedó.
Tomás intentó volver a golpearlo, pero Stern logró incorporarse, golpeando la
boca del estómago de su segundo al mando.
Sin aire, Tomás
cayó sobre sus rodillas. David aprovechó eso y que Diana se había girado para
tomar el arma y empujó a ambos, haciéndolos tropezar a uno contra el otro.
— ¡Busquen a
Culbert, imbéciles! ¡Díganle que hay un motín y que me atacaron! ¡Sepárense
para encontrarlo más rápido! — gritó, con genuina desesperación en su voz. Y
salió corriendo hacia el puente, por si él podía encontrarlo allí.
TOMÁS
— ¡Dale, nene! ¡Se
fue por allá!
Pudo levantarse y
tomar aire. Pero fue la adrenalina la que lo hizo correr como un coyote en
busca de su correcaminos. Era el momento de terminar de una vez por todas con
aquello. O de empezar algo nuevo. Corrió, oyendo los pasos de Diana muy cerca
suyo al principio, luego cada vez más alejados. Sin estar seguro de si ella aún
lo veía, pero sin voltearse tampoco, le gritó:
— ¡Va para el
puente! ¡Seguro que va para allá!
Conocía la
estructura de la nave de memoria. Quizá era algo que había ganado cuando otros
adquirieron conocimientos de astrometría, ingeniería espacial, o comunicaciones
interplanetarias. O a lo mejor lo que pasaba era que estar en una nave espacial
era el sueño de su vida, y había atesorado cada rincón de aquella maravilla
caída del cielo. Como fuera, él conocía un atajo.
Tomó por un pasillo
que parecía alejarse, pero luego se curvaba, dejándolo casi a la altura de la
puerta de entrada de la nave. ¡Y allí venía Stern! ¡Directo a él, mirando hacia
atrás sobre su hombro! Corrió hacia él y cuando estuvo cerca saltó, con ambos
puños hacia adelante, apuntando al rostro de su Capitán. Pero sus manos nunca
llegaron a destino. Porque perdió inexplicablemente el conocimiento cuando estaba
en el aire, a punto de ejecutar su golpe.
DIANA
— ¡Va para el
puente! ¡Seguro que va para allá! — gritó Tomás. Pero corrió para otro lado.
¿Qué estaba haciendo? ¿Se estaba escapando? ¿O tenía algo entre manos? Ella por
las dudas siguió corriendo atrás de Stern. ¡Sabía que estaba loco, pero nunca
imaginó a qué punto!
Casi lo había
perdido de vista, pero logró verlo, casi llegando al hall de entrada, mirándola
sobre su hombro. Y también lo vio a Tomás, corriendo en dirección contraria,
listo para detener a su enemigo.
Tomás saltó hacia
Stern, con los puños para adelante, listo para golpearlo, pero a mitad del
salto quedó suspendido en el aire. Stern también se elevó con un movimiento
brusco. Ambos se quedaron suspendidos a un par de metros de altura, inconscientes.
Diana dejó de correr. Algo le decía que no era seguro acercarse.
Los dos cuerpos
permanecieron en aquel estado menos de un minuto. Luego comenzaron a cubrirse
de un brillo eléctrico. ¡Y desaparecieron! Diana se quedó allí, agitada y
sorprendida, incapaz de poder moverse, hasta que un joven la encontró al pasar
por allí.
— ¿Señora, está
bien? ¿Qué le pasó?
Ella sólo pudo
responder de una manera:
— ¡No tengo la
menor idea!
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