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CAPÍTULO 3: CALABOZOS Y ALIENS
"I
hear the train a comin'
It's
rollin' 'round the bend,
And I ain't
seen the sunshine
Since, I
don't know when
I'm stuck
in Folsom Prison
And time
keeps draggin' on
But that
train keeps a - rollin'
On down to
San Antone"
"Folsom
Prision Blues", Johnny Cash
TOMÁS
Despertó mareado y
desorientado. ¿Dónde estaba? ¿Qué había sucedido? Abrió los ojos. Sus córneas
le reprocharon el caudal de punzante luz que pareció herirlas al hacerlo. Se
sentía como si tuviera la peor resaca de su vida. Nunca se había sentido así.
¡En realidad sí!
¡Una vez, al despertar en la nave! De pronto escuchó una voz:
— ¡Ah! ¡Despierto,
al fin!
DIANA
En la sala de
reuniones se encontraba toda la plana mayor de la tripulación. Es decir,
descontando a los dos de mayor rango que estaban desaparecidos, desde luego.
Intentaban clarificar qué había sucedido con Stern y Tomás. Diana había contado
lo sucedido. No todos le creían.
— ¿Dice que
simplemente desaparecieron? — preguntó Culbert, quien dirigía el
interrogatorio. Diana afirmó con la cabeza. No podía entender todavía lo que
había pasado.
— ¿Y por qué
estaban persiguiendo al Capitán Stern?
Diana levantó la
vista, al comprender que Culbert la estaba tratando como una sospechosa.
— ¡Porque lo quiso
matar al Miguelito! ¡Y a Tomás! ¡Y porque le ordenó a Miguelito que me matara,
allá en el bosque!
Culbert la miró,
extrañado. Luego miró a los demás. Todos estaban confundidos.
— ¿Me está diciendo
que... Michael Parrish intentó matarla, bajo órdenes del Capitán, y luego el
Capitán quiso matar a Parrish, por eso usted y Tomás comenzaron a perseguir al
Capitán? — preguntó Culbert. Y Diana estalló.
— ¿Qué? ¿Me estás
acusando? ¡Habré sido muchas cosa' en la vida, pero nunca ni chorra ni asesina!
¿'Tamo?
— Tranquila, Diana —
intercedió Enrique — No la está acusando. Pero necesitamos entender lo que
pasó, para saber dónde buscarlos.
— A mí me parece
que sí la está acusando, — opinó Raúl, — o al menos sospecha de ella.
Culbert admitió su
escepticismo.
— Todavía no conozco
todos los hechos, pero no termino de entender lo sucedido.
— ¡Lo que pasó es
lo que pasó! ¡El yanqui loco le ordenó a Miguelito matarme, y como no pudo, lo
golpeó! ¿Cuantas vece' queré' que te lo explique, chabón?
— ¡Capitán en
función Culbert, señora Mantovani! ¡Hasta que descubramos el paradero del
Capitán Stern, soy el oficial de mayor rango y experiencia para hacerme cargo
de esta nave!
Todos hicieron
silencio. Entonces Culbert hizo entrar a la sala a Valeria y Mike. Y con su
llegada la reunión se convirtió en una especie de juicio improvisado.
Culbert se acercó
al joven. Tenía la nariz quebrada. Aún había restos de sangre seca en los
bordes externos de sus fosas nasales. Sus mejillas estaban hinchadas y llenas
de moretones. Casi no podía abrir su ojo izquierdo.
— Señor Parrish,
¿puede decirme quién lo golpeó? — Mike asintió, pero Diana notó que algo no
estaba bien. Era algo en sus movimientos, en sus gestos. Era culpa. Supo que
iba a mentir incluso antes de que comenzara a hablar.
— Fue nuestro Segundo
al Mando, Tomás.
Diana resopló,
indignada. Comenzó a retrucarle, pero Culbert la hizo callar. Mike continuó con
su relato:
— Estábamos los
tres en la habitación del Capitán. Valeria, Dave y yo. Le estaba dando mi
informe acerca de la expedición al planeta. De repente alguien comenzó a
golpear con violencia la puerta. David quiso abrir, pero no lo dejé. Me
adelanté y salí a ver qué sucedía. — Hizo un largo silencio, como si luchara
consigo mismo para continuar mintiendo — Eran la doctora y Tomás, gritando que
a partir de ese momento ellos darían las órdenes. Que el rumbo a seguir era regresar
a la Tierra. Y que aquel que no estaba de acuerdo podía quedarse en Irupé.
Diana le lanzó una
mirada punzante, llena de bronca. Estaba tan furiosa que no podía ni hablar.
Abría y cerraba la boca como un pez fuera del agua.
— Intentaron entrar
y se los prohibí. Entonces Tomás me empujó. Una vez adentro de la habitación,
saltó para enfrentarse al Capitán, pero desde el piso lo detuve, tomándolo de
una pierna. Intentó soltarse y al no poder hacerlo comenzó a patearme en la
cara y las costillas. El Capitán aprovechó para salir de la habitación y
buscarlo a usted o a alguien que le ayudara. No pude sujetar por más tiempo a
Tomás, quien se liberó y salió a perseguirlo, con la doctora detrás. Luego me
desmayé. Cuando desperté, Valeria me estaba atendiendo y me contó lo que había
sucedido.
Culbert intervino.
— ¿Nunca salió de
la habitación mientras Tomás y la doctora perseguían al Capitán?
Mike negó con la
cabeza. No podía mirar a nadie a los ojos.
— ¡Todo mentira e'
eso! ¡Un verso más grande que una casa! ¡Miguelito, todavía te puedo perdonar!
¡Contá la posta!
— ¡Basta, señora! ¿Ya
envenenó la mente de Tomás y ahora quiere hacer lo mismo con este pobre hombre?
¿Cuántos más tienen que sufrir para cumplirle el capricho de volver a la
Tierra? — era Valeria la que acusaba ahora a Diana.
— ¿Y vó quién
caracho só, con esa cara de mosquita muerta?
Culbert y Caz
tuvieron que detenerla para impedir que llegara a lastimar a la joven.
— Me llamo Valeria.
Era amiga de Tomás y del Capitán.
— O sea, una
trepadora. — Valeria la miró con odio auténtico. Pero lo escondió de inmediato
y contó su historia:
— Ya hace rato que
Tomy me contaba que ella estaba tratando de llenarle la cabeza en contra del
Capitán y su misión sagrada. Por eso estaba siempre tan asustado. ¡Esta señora
le dijo cualquier cantidad de barbaridades! ¡Conspiraciones, mentiras, trampas!
¡Así es como actúa!
Culbert
interrumpió. Algo no le cerraba en la historia de la chica.
— Si Tomás le
comentó esto, ¿por qué no se lo contaron al Capitán?
La chica se calló
un segundo. Luego miró a los ojos a Diana. Por un instante a la doctora le
pareció que Valeria le había sonreído, pero nadie más pareció notarlo. Y
entonces dijo:
— Se lo dije, pero
eligió tolerarla. ¡Es nuestra única doctora! El Capitán sabía que era un
riesgo, pero era uno que estaba dispuesto a correr, por el bien de su
tripulación. ¡Fue la decisión más difícil que tomó!
— Lógico, lógico. —
resolvió Culbert. Diana temblaba de la bronca. Finalmente no pudo aguantar más.
Y habló.
— ¿Para qué estamo'
acá, hablando de esto? ¿Qué quieren? ¿Hacerme un juicio? ¿Para qué? ¡Si ya se
creyeron el bolazo de esto' dó'! ¡Encierrenmen de una puta vé'! ¡Pero no dejen
de buscar a Tomás y al yanqui loco ese! Y te juro, Miguelito: cuando aparezcan
y se pruebe que todo era como yo decía, yo mismo te voy a hacer pelota. ¡Y vó,
chiruzita, te voy a dejá esa carita de princesa más hinchada que piñata de
cumpleaño'! ¡Acordate!
Tan enojada estaba,
que en aquel momento olvidó que también podían preguntarle su versión de los
hechos a Tobermory.
Su mal carácter
siempre le había jugado en contra.
NOELIA
La audiencia había
terminado. Se había decidido confinar a la doctora a la enfermería, con
guardias en la puerta. Y Culbert había sido designado Capitán Interino, hasta
averiguar qué había ocurrido con Stern y Tomás.
Mientras tanto,
Noelia y Raúl habían presenciado todo casi sin emitir opinión. Al salir,
discutieron lo sucedido.
— Yo le creo a la
doctora —, dijo Noelia, — No conozco a los otros dos, pero convengamos que
Stern tampoco era un ejemplo de cordura.
Raúl la miró,
haciendo una media sonrisa.
— No lo traté tanto
como tú. Pero las veces que estuvo en la Sala de motores se mostró bastante
amigable. Varios de los que trabajan allí le creen lo que predica, incluso.
— ¿Me estás
jodiendo? — exclamó Noelia. Al ver la expresión de su amigo, abrió sus ojos tan
grandes como soles gemelos. — ¡No te puedo creer! ¿Y vos que pensás?
El Ingeniero en
Jefe de la nave dejó de caminar. Ella se detuvo un par de pasos más adelante y
se volteó a mirarlo. Raúl parecía temer darle su opinión.
— Tengo que
confesar que he tenido mis dudas, Noelia. ¡Ya revisamos casi toda la nave y no
encontramos nada extraño sobre el Capitán Stern! ¡Tampoco nada que contradiga
aquello que él dice, acerca del origen divino de esta nave! Perdón, pero estoy
empezando a creer que estamos viviendo en un verdadero milagro.
Ella lo miró, genuinamente
sorprendida. Luego sonrió.
— Todo bien,
amiguito. ¡Libertad de expresión! ¿No? ¿Cómo te voy a tratar distinto, sabiendo
lo que pensás, si ya te conozco por la persona que sos y me caés re bien?
Raúl soltó un largo
soplido.
— ¡Me alegro mucho
que pienses así! ¡No sabía cómo hacer para hablar este tema contigo!
Ella sonrió.
— Conmigo podés
hablar lo que sea. Como mucho, te voy a decir que no comparto tus creencias.
Como ahora. En lo que a mí respecta, Stern es un chanta.
Se tapó la boca,
sorprendida por haber dicho lo que dijo. Miró alrededor, temiendo que alguien
más la hubiese escuchado. En especial Culbert. Raúl sonrió.
— No le voy a decir
a nadie si vos no se lo decís a nadie.
Y compartieron una
breve carcajada. De repente el ingeniero de la nave se quedó callado, pensando.
— ¿Qué te pasa,
Raulo?
Él la miró, con
cara de haber descubierto (como mínimo) el Santo Grial.
— ¡Los registros de
la nave! — Ella lo miró sin entender. — ¡Tenemos que revisar sus registros y la
programación de sus rutinas! ¡Si lo que dice Diana es cierto, entonces lo que
sucedió con el Capitán y Tomás suena a un procedimiento automático! ¡Incluso...!
Noelia lo
interrumpió:
— ¡Incluso podría
probar si lo que pasó fue provocado por ella, por alguien más o sólo algo de
rutina de la nave!
— ¡Exactamente! —
dijo Raúl. Y corrieron hacia la habitación donde estaban los procesadores
centrales de la nave.
TOMÁS
— ¡Ah! ¡Despierto,
al fin!
Reconoció la voz,
pero no pudo asociarla a un rostro, a una entidad. Todavía no estaba lo
suficientemente consciente. Movió sus manos, buscando levantarse. El mareo aún
era muy fuerte. La habitación comenzó a girar. La silueta de la persona que le
estaba hablando se veía borrosa, no podía enfocar la vista.
— ¡Esto te afectó
mucho más que a mí, Tommy Boy!
Su cuerpo entró en
un instintivo estado de alerta al oír aquel sobrenombre. Se incorporó de golpe,
sobrepasando todo mareo y náusea. Forzó a sus ojos a enfocar. Y allí estaba
Stern, frente a él, en la misma habitación. Una habitación que, además, no
pertenecía a ningún rincón de su nave. Podía adivinarlo por los materiales con
los que estaban revestidas las paredes y los ángulos de las esquinas. Se paró
en posición defensiva, listo para defenderse ante un eventual ataque. Un ataque
que no llegó.
— ¡Eres rápido,
Tommy! ¡No me extraña que me hayas podido dar una paliza! ¡Pero no te confíes!
Si me golpeaste, fue porque me tomaste desprevenido. ¡En una pelea justa no
sobrevivirías!
Tomás pudo observar
bien a su interlocutor. Tenía un moretón en una mejilla, que casi le cerraba un
ojo. Por su postura, se notaba que todavía le dolía el cuerpo. Sin embargo, no
parecía dispuesto a continuar con la pelea que había empezado antes de caer
inconscientes.
— ¿Dónde estamos?
Stern lo miró, con
una sonrisa burlona. Pareció pensar dos veces su siguiente frase. Finalmente
respondió con inusual sinceridad:
— No lo sé.
Desperté no mucho antes que tú. Alguien nos arrastraba a esta habitación. —
Tomás lo miró, inseguro sobre si creerle o no. Stern lo notó y agregó — ¡Lo
juro! Alguien o algo nos encerró aquí. ¡Dónde quiera que sea "aquí"!
Tomás bajó la
guardia, pero siguió observando a su enemigo de reojo. Miró con atención el
material que recubría las paredes y el techo. Se agachó, para tocar la textura
del piso. Nunca había sentido nada así. No era liso, pero tampoco áspero. Era
un poco como tocar aceite, o algún líquido más denso que el agua. Sólo que se
trataba de un material sólido. ¡No tenía sentido!
— Definitivamente
no estamos en Kansas, Toto, — volvió a hablar Stern. Intentaba esconder algo
bajo esa actitud burlona, ¿pero qué? No supo encontrar la respuesta. Tampoco le
interesó demasiado.
Continuó estudiando
la estructura del cuarto, que no tenía una puerta visible, hasta notar una
pequeña y muy disimulada ranura en una de las paredes. La siguió, hasta
encontrar el punto en el cual se encontraba con el piso.
— ¡Stern! ¡Ayuda! —
Éste se acercó, curioso. — ¡Buscá el otro borde de la puerta y fijate si podés
forzarla para abrirla!
Stern tanteó con
sus dedos el borde inferior, hasta notar que la pequeña grieta ascendía.
— ¡Aquí! — indicó,
y comenzaron a empujar. Primero hacia adelante, como si se tratara de una
puerta batiente. Luego hacia arriba. Y lograron levantarla lo suficiente como
para deslizarse por debajo.
Al salir de la
habitación se encontraron con otra, de similares dimensiones, pero con una
notoria puerta color azul. Esta vez no tuvieron problemas para abrirla y cruzar
a lo que esperaban fuese una salida.
Llegaron a un nuevo
cuarto. Otra vez no parecía haber salida alguna, más allá de la que habían
dejado atrás. Las paredes estaban revestidas de una sustancia viscosa, ácida al
toque, aunque no lo suficiente como para lastimarles gravemente la piel. Tomás
se sentó un momento, intentando analizar la situación. Stern intentó hacer uno
de sus comentarios, pero lo hizo callar con un gesto.
Y allí se quedó,
sentado en el centro de la habitación, mirando las paredes.
STERN
Despertó con mareos
y dolor de cabeza. Su primer pensamiento fue recordar su despertar en el hall
de entrada de su Arca. Pero esto era distinto, porque aquella no parecía ser su
nave. ¿O sí? ¡Tampoco la conocía de arriba abajo!
Juntó fuerzas y se
incorporó. Le dolía el cuerpo, por la paliza que había recibido en su
habitación. Aun así, aquella no era su primera resaca. Y esperaba que no fuese
tampoco la última. Extrañaba sus vicios. Entonces vio el cuerpo tirado cerca de
él. No necesitó mirarle el rostro para reconocerlo: era el chico. ¡Ese maldito
y estúpido chico! ¡Había intentado matarlo! ¡O al menos detenerlo! ¡A él, el
Elegido! ¡Qué osadía!
"¡Quizás esto
sea un regalo del Señor! ¡Mi enemigo, yaciendo, allí, inconsciente! ¡Vulnerable
e indefenso!". Revisó sus prendas. Aún tenía el arma. ¡Bien! ¡Era el
momento! Apuntó a la cabeza, saboreando cada milisegundo.
El chico despertó.
Abrió los ojos, respirando una ancha bocanada de aire. Eso asustó a Stern,
quien instintivamente volvió a esconder su arma.
— ¡Ah, despierto al
fin! — exclamó nervioso, canalizando el subidón de adrenalina. El joven no se
pudo levantar. Miraba a la nada, sin enfocar, lo que lo llevó a agregar — ¡Esto
te afectó mucho más que a mí, Tommy Boy!
El muchacho se
incorporó con tal rapidez que estuvo a punto de volver a sacar el arma, para
defenderse. Pero en lugar de atacarlo, su adversario se quedó parado en el
lugar, mirándolo fijo, estudiándolo. No pudo evitar otro de sus comentarios:
— ¡Eres rápido,
Tommy! ¡No me extraña que me hayas podido dar una paliza! ¡Pero no te confíes!
Si me golpeaste, fue porque me tomaste desprevenido. ¡En una pelea justa no
sobrevivirías!
Era una amenaza
necesaria. Realmente le temía a aquel chico. ¡Nadie le había golpeado así en su
vida! ¿Era que se estaba haciendo viejo, o que aquel pusilánime tenía un tigre
en su interior?
Hablaron un par de
veces. Stern se encargó de proyectar la idea de que no quería hacerle daño. Pero,
¿Quería realmente dañar a quien podía ser su única salida de allí? Quizás lo
mejor era esperar hasta estar a salvo. Por más que le doliese admitirlo, el
chico parecía saber lo que hacía, a veces incluso mejor que él mismo.
Tomás comenzó a
analizar la habitación. ¡Siempre tan pensante! ¡Siempre analizando! ¡Debía ser
el alma de las fiestas! Y entonces lo llamó.
— ¡Stern! ¡Ayuda!
Habían cruzado
varias habitaciones ya. Muchas, como la de las paredes con ácido, gracias al
ingenio de Tomás. Algunas pocas, mediante la astucia de David. Abrieron otra
puerta, que daba lugar a otra habitación más. Stern casi sonrió al ver una
notoria claraboya de hierro como su siguiente obstáculo.
— ¡Esta va a ser
fácil!
— ¡Esperá! — Stern
se detuvo en el lugar. No quería admitirlo, no iba a admitirlo, pero Tomás era
mejor que él para distinguir trampas o encontrar la forma de abandonar las
habitaciones. — Esto me hace acordar a esos laberintos donde meten a los
ratones. Me parece que no nos encerraron, ¡nos están estudiando!
Stern se lo quedó
mirando, intentando comprender su razonamiento. Cuando lo entendió, tuvo que
darle la razón.
El chico se puso a
tantear las paredes, haciendo de cuenta que no veía la claraboya. Cuando llegó
a esta y la tocó, sacó sus manos adolorido. David se alegró de verlo lastimado.
Incluso dejó ver una sonrisa perversa. Pero cuando Tomás le dijo, señalando la
salida, que "allí había algo que lo había lastimado, algo que no podía
ver", comprendió que todo era parte de un engaño y se desilusionó.
Le siguió el juego.
Se acercó a la salida, palmeando tímidamente la pared. Cuando tocó la puerta de
hierro gritó, dejándose caer hacia atrás. Era el momento perfecto para poner en
práctica sus dotes actorales. Comenzó a simular un ataque de epilepsia, tan
real que por un instante pudo ver genuina preocupación en el rostro de su
compañero de fuga. Le guiñó el ojo y éste pareció entender. Se le acercó y
empezó a gritar:
— ¡Stern! ¡Stern!
¡No te mueras! ¡Vamos a salir de esto juntos!
Casi estalló en
carcajadas al oír aquello. Pero de algo sirvió.
El techo de la
habitación se vaporizó. Literalmente se convirtió en gas. Luego las paredes. Y
la puerta de hierro. Un laberinto de estructuras que desafiaban a la gravedad inundó
su campo visual, juntándose en ángulos imposibles. Mirara para donde mirase,
sólo veía celdas. En su interior, cientos de diversas formas de vida
extraterrestres, encerradas. Fue una visión tan fuera de todo lo conocido, que
Stern olvidó su fingido ataque y se quedó allí, tirado en el piso, absorto.
Ocho seres, de no
menos de dos metros y medio de altura, se les acercaron, rodeándolos. Estaban
armados.
RAÚL
Revisar los
protocolos automáticos de la nave era una tarea mucho más grande de lo que
pensaban. Había millones de instrucciones, todas ellas con su pequeño ejército
de subrutinas, pensadas para cada eventualidad que pudiesen encontrar en su
viaje por el cosmos. Y Noelia se había ofrecido a ayudar, pero la realidad era
que aquella no era su área de trabajo y aunque hacía lo que podía, no podía
trabajar a la misma velocidad que alguien de Ingeniería.
Tras dos semanas de
intenso trabajo sin resultados, Culbert lo había autorizado a dejar la Sala de
motores trabajando sólo con el personal esencial, para disponer de más personas
en la titánica tarea de descubrir qué había pasado con el Capitán y Tomás
(suponiendo que la doctora estuviese diciendo la verdad). Al menos aquello les
facilitaba un poco el trabajo. Así y todo, estimaba aproximadamente otras tres
semanas como plazo mínimo para revisar todo aquel laberinto informático.
Finalmente fue
Julia, una artesana salteña que ahora formaba parte del personal de Ingeniería,
quien encontró algo. No era un proceso en sí, sino el archivo log donde se
registraba la actividad de los procesos. Ahora sólo tenían que revisar aquellos
programas que habían sido utilizados recientemente.
Y lo habían hallado
en el primer día desde que se había sumado a la búsqueda. Si aquello no era
suerte, entonces la suerte no existía.
No lejos de allí,
alguien comenzaba a pensar que, en realidad, la suerte no existía. Ese alguien
era Tomás.
TOMÁS
Sus carceleros los
rodeaban y estaban armados. O al menos parecían estarlo, ya que tenían una
especie de bastón metálico en una de sus manos. Quizá no fueran armas, pero
prefería no averiguarlo. Lo importante en aquel momento era intentar
comunicarse. Seguramente iba a ser difícil, pero...
— ¿Entonces aquel
ataque fue fingido? ¡Qué especie tan llena de recursos! — dijo uno de los
seres, demostrando para sorpresa de los dos terrícolas que el comunicarse no
iba a ser tan difícil como pensaban. — Ahora, quiero toda la verdad.
Tomás y Stern se
miraron, confundidos.
— Perdón, pero...
¿La verdad sobre qué? — preguntó Tomás.
El ser lo miró. Su
rostro estaba cubierto por una especie de exoesqueleto quitinoso, así que no se
le podía notar ninguna expresión en su rostro. Se les acercó, agachándose para
quedar con sus ojos lo más cerca posible de los de Tomás. Aun así, éste debió
incorporarse para quedar a la misma altura. El ser le habló directamente:
— Entran a un
planeta prohibido por todas las leyes del universo conocido, secuestran
miembros de su flora y fauna y luego, en lugar de irse, se infiltran en la
mayor prisión de alta seguridad en todos los mundos del sector. ¡Sin ser detectados,
además! Sabemos que tienen un Graahrknut a bordo. ¿Cuáles son sus intenciones?
— ¿Nuestras
intenciones? ¡Ninguna! ¡Somos exploradores! ¡Estamos recorriendo el espacio,
buscando...!
El ser golpeó el
piso con su bastón, haciendo que éste se ondulase como un charco de agua al
tirarle una piedra. Las ondas concéntricas se expandieron a medida que se
acercaban a los humanos, golpeándolos con fuerza y levantándolos por el aire.
Al caer, quedó claro que no se creían la historia de los "intrépidos
exploradores espaciales" que Tomás les estaba contando.
Entonces habló
Stern.
STERN
"Somos
peregrinos. ¡Eso es lo que somos! ¡Enviados del Santo Padre, Creador de todo lo
conocido! Somos aquellos que escuchamos lo que el Señor nos ha dicho, y
viajamos por las estrellas repitiendo su mensaje. Un mensaje de paz, de
hermandad entre sus hijos. Y una misión. Una misión muy clara. ¡Predicar!
¡Predicar y prevenir! ¡Porque a aquellos que no escuchan sus palabras, sólo les
espera una condena eterna! ¡Una lluvia de fuego en ésta vida, y un tormento
eterno en la siguiente! ¡Lo dice el libro de Ezequiel!: ¡Y ejecutaré contra
ellos grandes venganzas con terribles represiones; y sabrán que yo soy el Señor
cuando haga venir mi venganza sobre ellos!
Hizo una pausa en
su discurso. Siempre la hacía. Era su instrumento para medir el nivel de
aceptación de sus palabras. En esta ocasión pudo sentir la confusión y el
asombro de sus interlocutores. También había algo de enojo, pudo verlo, de unos
pocos. Pero había algo que no se sentía en aquel enorme recinto, rodeado de
seres de incontables y desconocidos mundos: indiferencia. ¿Opiniones divididas?
¡Podía trabajar con eso! ¿Opiniones diametralmente opuestas? ¡Podía hacer lo
que mejor sabía hacer mucho mejor! Porque ése era el problema con la gente de
su tripulación, comprendió. La indiferencia. Había demasiadas personas a las
que directamente no les interesaba si lo que él les decía era cierto o no.
Iba a arreglar eso
cuando volviese. Porque durante aquella breve pausa supo que iba a regresar.
TOMÁS
Tenía su opinión
dividida sobre si aclarar que lo que Stern decía no representaba lo que él
creía, o dejarlo hacer. Después de todo, parecía estar causando un cierto
efecto en los presentes. Casi no pudo evitar reprimir una carcajada cuando
Stern comenzó a recitar aquel fragmento bíblico, que tan bien conocía de una
película de Tarantino. Y se preguntó si no sería aquel el único que el supuesto
"enviado de Dios" conociese de memoria. De ser así, iba a tener que
admitir tener un punto en común con aquel loco. Y aquello le dio un escalofrío
irreprimible.
Nunca supo si
fueron los movimientos improvisos que el escalofrío lo obligó a hacer, o las
palabras de Stern lo que lo provocó. Lo cierto es que el carcelero con cara
imperturbable interrumpió el incipiente discurso dando otro golpe al piso. Las
ondas los elevaron por los aires, pero ésta vez las paredes también se
agitaron, propinándoles un segundo golpe. Sintió otras dos o tres sacudidas,
pero ya no pudo precisar si era el piso, las paredes, el techo o un tractor lo
que lo estaba golpeando. Su mente buscó refugio en la inconsciencia. Y todo a
su alrededor se volvió negro.
FLORENCIA
Llevarle la comida
a la doctora se había convertido en una más de sus rutinas. Una que le dolía
especialmente, ya que no le gustaba verla encerrada. Y siempre estaba
custodiada, lo que la inhibía para hablar. Así que se limitaba a entrar, dejar
la comida, saludarla con una respetuosa inclinación de cabeza y marcharse.
No podía creer lo
que había escuchado. Que Diana había matado al Capitán y a Tomás en un intento
por hacer regresar a la nave a la Tierra. Y tampoco se animaba a preguntar la
versión de la doctora. No con aquellos guardias allí. Hasta aquella tarde en la
que su rutina cambió.
Llegó al calabozo,
como de costumbre. Los guardias inspeccionaron el plato de pasta azul, buscando
algún tipo de artefacto que pudiera ser contrabandeado entre el puré, y la
dejaban pasar. Dejó el plato cerca de donde estaba recostada Diana y se volteó
para retirarse. Entonces, ella le habló:
— ¡Nena! ¡Hablá con
Toblerone! ¡Él sabe que digo la verdad!
Los guardias se
acercaron, alertas. Uno de ellos se interpuso entre las dos. El otro le hizo
señas para que se retirara, cosa que hizo sin dudarlo. Cuando llegó al pasillo,
notó su respiración acelerada y sus manos tamborileando entre sí. Apoyó la
espalda contra la pared, intentando calmarse. Perdió la noción del tiempo hasta
que lo logró.
De vuelta en el
buffet, se dirigió directamente a donde estaba Tobermory, quien había decidido
ser su compañero de trabajo. Había repasado en su cabeza al menos diez maneras
diferentes de iniciar aquella conversación, siempre mostrándose segura de sí
misma e imperativa. Al estar frente a él, se le borraron todas.
— T—Tobermory... Le
fui a llevar la c—comida a Diana... Y me dijo que hable con... con vos.
— ¿Que hables
conmigo? ¡Curioso! ¡Siempre hablamos! ¡No veo necesidad en pedirte eso!—
respondió genuinamente extrañado.
— Quiero decir...
Hablar sobre... ¡Sobre ella!
El ser hizo cara de
comprender finalmente a qué se refería.
— ¡Oh, sí! ¿Sobre
aquel incidente que provocó su encierro? — preguntó, mientras frotaba su cuerpo
contra la pata de una silla.
— ¡Sí! ¡Sos el
único que la puede sacar! ¿Vos viste lo que pasó?
Sin dejar lo que
estaba haciendo, Tobermory respondió:
— ¿Que si lo vi?
¡Fui yo quien se quedó horrorizado por las barbáricas costumbres de tu Capitán!
¡Golpear a un semejante para impresionar a una hembra y reproducirse! ¡Qué
espanto! ¡No quiero volver a hablar de eso, por favor!
Florencia abrió la
boca, sorprendida. Hasta aquel momento, Tobermory nunca le había comentado nada
acerca de lo ocurrido.
— ¡Tobermory!
¡Tenés que contarle esto a Culbert!
Su compañero de
trabajo la miró, pedante.
— ¿Y por qué voy a
hacer algo semejante?
Sintió que la
desesperación la invadía. Era aquella ansiedad que nunca presagiaba nada bueno.
Al menos no para ella.
— ¡Para salvar a la
doctora!
Por un segundo
pareció que no había entendido. La miraba a los ojos, ladeando la cabeza, como
intentando asimilar la información. Luego volvió a su ardua tarea de refregarse
en la pata de la silla y respondió:
— No me interesa.
Ella sintió que sus
manos tamborileaban frenéticamente entre sí, aquel truco que había desarrollado
para intentar recuperar su tranquilidad cuando sentía que la ansiedad y la
desesperación comenzaban a tomar por asalto su cerebro. Su respiración se
aceleró. Su vista pareció desenfocarse.
— ¿Cómo que no te
interesa?
— No hay nada para
mí haciéndolo. No gano nada. Por lo tanto, no me interesa.
— ¡Pero la
doctora...!
— ¡Problema de la
doctora! — respondió, lacónico. Luego agregó, como dando por terminada la
charla — ¡Ahora ráscame la espalda!
No podía creer lo
que escuchaba. ¿Cómo se atrevía a ser tan... inhumano? Y entonces comprendió
que no se trataba de un humano. No podía esperar que reaccionara igual que
ella, o cualquier otra persona. ¡Ni hablar del hecho de que hasta hacía poco
tiempo ni siquiera tenía consciencia! Era un egoísta y un abusador, sí. Pero
quizá estaba en ella el tratarlo bien e intentar hacerle entender la forma de
pensar de los humanos. Cambiarlo.
— ¡Que me rasques
la espalda!—, le ordenó. Y ella, que tenía una incapacidad nata para oponerse a
casi cualquier frase dicha en forma de orden, abandonó la discusión y se puso a
hacer lo que le habían dicho que haga.
TOMÁS/STERN
Al despertar se
encontraron nuevamente en una celda. Esta vez no se trataba de un laberinto
dedicado a estudiar sus fortalezas y debilidades. Ahora estaban en una celda
propiamente dicha.
Tanto Tomás como
Stern recorrieron el pequeño espacio de punta a punta, buscando algún punto de
escape, pero al parecer sus carceleros finalmente habían creado la prisión
justa para ellos dos.
— ¡Es inútil! ¡No
hay salida! —, concluyó Tomás, frustrado. Stern maldijo y soltó insultos. Luego
pateó una pared con todas sus fuerzas, una y otra vez, hasta que su compañero
de celda lo forzó a detenerse.
— ¡Hey! ¡No sirve
de nada que te rompas una pierna intentando algo inútil! ¡Tenemos que
mantenernos sanos! ¡Tenemos que estar atentos y escapar a la primera
oportunidad que se nos presente!
Stern se sentó en
el piso, agitado por el esfuerzo.
— Sí, tienes razón.
— Permaneció sentado, con la cabeza entre las rodillas, recuperando el aliento.
Tomás se alejó, sentándose en el extremo opuesto. En parte porque aún
desconfiaba de Stern, en parte porque no había aberturas a la vista en aquel
cuarto, y la mejor manera de estar cerca de la puerta cuando ésta se abriese
(si tal cosa sucedía) era estar separados entre sí.
Fue Stern quien
rompió el silencio, luego de calmarse:
— ¡Años huyendo de
la DEA! ¡De la policía y cuantas agencias se interesaran en mí! ¿Y para qué? ¿Para
terminar aquí, encerrado en una celda, lejos de todo lo que quiero, con mi peor
enemigo? ¿Justo cuando encontré mi camino? ¡Realmente no entiendo el plan del
Señor! ¿Por qué me has abandonado, Padre?
Tomás se lo quedó
mirando, sorprendido.
— Entonces... ¿Vos
creés en serio que sos el elegido de dios?
Stern le devolvió
la mirada. Primero con ojos vacíos de emoción alguna, de bestia salvaje y
primitiva. Levantó un brazo, apuntando el dedo índice hacia Tomás, como
preparándose para discutir fervientemente. Pero algo se quebró en su interior.
Dejó caer pesadamente el brazo, bajó la cabeza, escondiendo su rostro en el
hombro, como si se estuviera oliendo las axilas. Con apenas un hilo de voz
confesó:
— Al principio no.
En el comienzo fue una buena excusa para tener sexo y dinero. ¡Y vaya si tuve
bastante de cada uno de ellos! Los incautos me entregaban sus casas, sus
coches... ¡Sus mujeres e hijas! Las ovejas hacían todo lo que les ordenaba.
¡Era un sueño hecho realidad! Después llegaron los negocios, las drogas. Y con
las drogas, llegó Culbert y su maldita cruzada. ¡Tuve que escapar, Tommy Boy!
¡Era huir o ser encerrado! Un amigo en México me ayudó a cruzar hasta
Nicaragua. Luego Ecuador, después Perú. Allí escuché hablar de aquel Encuentro.
Había perdido mucha gente en el viaje. Era mi oportunidad de reclutar.
¿Puedes imaginar mi
sorpresa al ver nuestra Arca? ¿Crees que puedes? ¡Pues no! ¡Probablemente yo haya
sido quien menos esperaba ver una nave espacial en su vida! ¡Me pareció muy
buena fábula para cautivar crédulos! ¿Cómo iba a imaginar que todo mi viaje,
todos mis pecados, todas mis mentiras, eran en realidad parte del Gran Esquema
del Señor? ¿Que en su infinita sabiduría iba a elegirme a mí, el más pecador de
los pecadores, para capitanear su Arca de la Salvación?
Tomás no supo qué
responder. "Si hay algo más peligroso que un fanático religioso líder de
un culto, es un fanático religioso líder de un culto convencido de sus propias
mentiras", pensó. Tenía que ser mucho más cuidadoso de lo que había
pensado.
— Entiendo lo que
me decís. — Mintió — ahora que lo veo desde tu perspectiva, me doy cuenta de un
montón de cosas que no me había puesto a pensar. Lo que no entiendo es por qué
me quisiste matar. A mí y a la doctora.
Stern levantó la
cabeza. Sus ojos estaban rojos. Sus mejillas, mojadas. Había llorado.
— ¿Por qué? ¡Porque
soy humano! ¡Más que eso! ¡Soy un pecador! ¡Un hombre acostumbrado a resolver
sus problemas con violencia! El constante desafío de la doctora, su insistencia
en regresar a un mundo muerto, la creciente admiración que los tripulantes
comenzaron a tenerte. — Hizo una breve pausa, para tomar aire y mirarlo a los
ojos, y continuó— ¡Todo eso me dio miedo! ¡Y a aquello que temo o me amenaza, a
lo largo de mi vida lo he enterrado! A veces en forma literal, otras,
metafóricamente.
Una vez más, Tomás
no supo qué responder. Stern parecía sincero. Sinceramente arrepentido. Como culpándose
por su situación actual.
— ¿Lo harías de
nuevo?
— Sí. Creo que sí.
¡Dios me perdone, pero creo que sí! Dicen que los viejos hábitos son difíciles
de matar.
Tomás forzó una
sonrisa.
— Aparentemente,
Diana y yo somos tan difíciles de matar como tus hábitos.
Stern sonrió.
Primero con amargura, luego con sinceridad. Después, estalló en una carcajada.
Tomás lo imitó.
Rieron juntos un
buen rato.
RAÚL
El hallazgo del
registro de actividades de los procesos centrales de la nave había facilitado
la tarea. Eso no quería decir que dicha tarea se había terminado, sino que les
había dado un directorio de lo que buscar. "En lugar de tener que leer
todos los libros de una biblioteca, sólo tenemos que leer la guía
telefónica", explicó Raúl a Culbert, cuando éste le exigió resultados.
Y así estaban, un
grupo de seis personas, tres fijos — Raúl, Julia y Caz — y tres rotativos,
según se les necesitara en la Sala de motores. El Graahrknut comenzaba a
sentirse frustrado. Y no se molestaba en ocultarlo. Sus gruñidos, insultos y
maldiciones se habían convertido en ruido de fondo para los demás, como el
zumbido de los motores. Fue tras verlo lanzar un violento rugido que Raúl
decidió relevarlo de sus tareas. Algo que, sin embargo, éste no se lo tomó a
bien:
— ¿No crrrees que
sea apto para el trabajo? —, preguntó furioso el gigante, haciendo asustar al
Jefe de Ingeniería. Sin embargo, no lo demostró. En cambio, le respondió.
— No puedo imaginar
a nadie más idóneo para este trabajo. Por eso te elegí. Pero en este momento no
me sirve que ninguno de nosotros siga adelante estando cansado. Quiero que te
tomes unos minutos para descansar. Cuando regreses, seguirá Julia. Luego será
mi turno.
Caz lo miró, sin
responder. Tomó una bocanada de aire y reconoció:
— Podrrría tomarme
un brrreve descanso.
Y se marchó.
Una hora después,
el gigante regresó. Nadie le preguntó a dónde había ido, porque era obvio: al
buffet. Su rostro tenía aquella expresión de decepción típica de cuando volvía
de allí. Raúl se le acercó a Julia para indicarle que era su turno de descansar.
Ella lo miró, preguntando con los ojos si realmente era necesario. Él le
respondió con un gesto que todo era para tranquilizar un poco al grandote.
Julia se encogió de hombros y abandonó su puesto decepcionada.
Poco después, Caz
lo llamó.
— ¿Qué es
Interrrnet, Rrraúl?
— Una red de
información a escala planetaria que tenemos en mi mundo. ¿Por qué?
— Porrrque
encontrrré un arrrchivo aquí que...
— ¡Lo encontré! —
gritó Suárez, uno de los rotativos.
Raúl corrió hacia
allá, dejando atrás a Caz, gruñendo por la interrupción. Chequeó las conexiones
e interrelaciones entre los procesos y asintió.
— Sí, Suárez. ¡Lo
encontraste!
TOMÁS/STERN
Habían comido. No
era un manjar digno de un restaurante cinco estrellas. Tampoco era la pasta
verde azulada de la nave. Y aquello ya era mucho decir.
Estaban sentados en
una especie de sobremesa, hablando de sus vidas.
— No, — habló David
de repente. Tomás se lo quedó mirando, sin entender a qué se refería. Stern lo
notó y aclaró: — Que no lo haría de nuevo, quiero decir. Intentar matarlos.
¡Fueron tantos años afiliado a Satán, que a veces me cuesta retomar la senda
del Señor!
Tomás le palmeó el
hombro.
— Ya sé. Te re
entiendo. En serio. Yo de pibe me divertía tirándole piedras a las palomas, en
las plazas. Recién en la secundaria me di cuenta de que estaba mal, cuando se
enojó una piba con la que salía, porque me quise hacer el banana con ella
matando pajaritos. No lo hice más. Pero durante un tiempo, cada vez que estaba
en una plaza y veía una paloma cerca, buscaba por reflejo con los ojos si había
un cascote cerca.
Stern levantó las
cejas, sorprendido.
— ¡Exactamente!
¡Eso es lo que me sucedió! ¡Algo puramente instintivo! ¡Y te pido perdón!
— Ya está, ya pasó.
Cuando volvamos, dejala volver a la Tierra a la doctora y listo. Sin rencores.
— le extendió la mano.
— Sin rencores, —
respondió. Y se la estrechó.
ENRIQUE
Extrañaba la
música. El golpe de los graves en su pecho. El temblor de los agudos en sus
tímpanos. El ritmo tomando posesión de su cuerpo, al tiempo que, paradójicamente
le liberaba el espíritu. Aunque el universo a su alrededor estaba lleno de
hermosos sonidos, reinterpretados por la computadora de su consola. La música
de las estrellas. Se dejaba llevar por ella, usando su oído entrenado para
captar cualquier ínfima variación en la canción de la creación.
Y entonces escuchó
la nota disonante. Un sonido marcadamente artificial, similar al que había
captado semanas atrás, al acercarse a la órbita de Irupé. Una comunicación. Y
luego otra. Y otra más. Todas procedentes del satélite cercano, dirigidas a
distintos puntos del espacio.
La matriz de
traducción comenzó a trabajar. Había analizado la transmisión captada
anteriormente y no le costó descifrar éstas. Estaba por informar a Culbert
cuando entró una llamada de la Sala de motores:
— ¡Lo que sea que
estén haciendo, no dejen de hacerlo! ¡Están comenzando a ejecutarse los mismos
procesos que se activaron poco antes de la desaparición de Tomás y el capitán
Stern!
Culbert miró a
Enrique, preguntando en silencio qué estaba haciendo.
— ¡Los traductores!
¡Raulo, son los traductores y el rastreador SETI!
El puente de mando
entró en erupción.
— ¡Rápido! ¡Antes
de que perdamos las comunicaciones! ¿Puedes rastrearlas? —, preguntó Culbert.
Enrique asintió, sin dejar de mirar su consola.
— ¡Ya lo hice! ¡Del
satélite!
— ¡Estamos viendo
que se activa un nuevo sistema, en la zona del hall de entrada! ¡Pero no
alcanzo a entender para qué sirve! — Informó Raúl — ¡Un momento, creo que lo
tengo! — Continuó estudiando la información que aparecía frente a él y preguntó
— ¿Las transmisiones que estás recibiendo son todas en el mismo idioma?
Enrique revisó las
escuchas y negó con la cabeza.
— ¡Hay como doce
lenguajes distintos acá! ¿Qué está pasando?
— ¡Capitán, creo
que ya sé dónde están Tomás y el capitán Stern! ¡Despejen el hall de entrada!
¡Ese proceso es un teletransportador! ¡Creo que están adentro del satélite!
Enrique miró a
Culbert, confundido y comento:
— ¡Imposible! ¡La
esfera tiene apenas unos pocos metros de diámetro! ¡Y no tiene espacios
abiertos en su interior!
Culbert no
respondió. En su lugar exclamó:
— ¡La doctora decía
la verdad!
Enrique,
sobresaltado, llamó a la realidad a Culbert.
— ¡No me va a creer
esto, pero acabo de traducir las comunicaciones! ¡Creo que están en peligro!
TOMÁS/STERN
Se oyeron golpes y
explosiones. Ruidos peligrosos, procedentes del otro lado de las paredes.
Paredes que los mantenían prisioneros. Paredes que los mantenían a salvo de lo
que fuese que ocurría allí afuera.
Hasta que las
paredes cedieron.
Una criatura enorme
se asomó por el agujero hecho en la pared. Parecía una cruza entre gorila,
elefante y algo más. Era robusto, cuadrúpedo y parecía haber sido creado con el
único propósito de ganar guerras. Segundos después de haber traspasado los muros
como si se tratase de una lámina de papel, algo lo envolvió, una especie de
luz. Al siguiente instante, unos huesos humeantes eran todo lo que quedaba del
mastodonte.
Tomás y Stern
intercambiaron miradas, intentando comprender lo que estaba sucediendo. Fue
Stern quien encontró la explicación:
— ¡Un motín!
Tomás se asomó,
espiando hacia el exterior de su celda. No podía decirse que era una guerra. Lo
más correcto era decir que había cientos de guerras siendo peleadas entre
aquellos pasillos de extraños ángulos. Sin importar hacia dónde fijara su
atención, alguien moría y alguien festejaba. No alcanzó a distinguir a ningún
guardia, todos los combatientes parecían ser reclusos. Sus carceleros debían
haber huido, o sido los primeros en ser asesinados.
Stern se dirigió a
la improvisada salida, pero Tomás lo detuvo.
— ¡Todavía no! ¡No
es seguro!
Un ser trípedo de
piel morada cayó muerto frente a ellos, como ilustrando la situación. Stern
asintió y se alejaron del boquete.
Durante un buen
rato aquello fue una sinfonía de locura y destrucción: gritos en lenguajes
desconocidos y conocidos, explosiones, golpes. Una versión acelerada de la
selección natural, donde el más apto sobrevivía ya fuera atacando frontalmente
al débil o acechando al fuerte para tomarlo por sorpresa. La pareja de humanos
sobrevivía a la locura permaneciendo oculta en el interior de su celda, pero
aquello no iba a ser para siempre.
Todavía seguía la
batalla cuando aquel ser cayó frente a la improvisada abertura de su cuarto. Se
trataba de un cuadrúpedo que a Tomás le recordó a un centauro, ya que en la
parte delantera del cuerpo poseía una especie de torso con otro par de patas,
semejante a un par de brazos. Cuando el ser se incorporó, comprendió que lo que
había creído era un torso era en realidad una abultada cabeza, dueña de una
feroz boca llena de dientes cónicos y afilados. El centauro los notó,
acorralados en el rincón de su celda, y lanzó un chillido tan agudo como un
pizarrón rasguñado. Abrió sus fauces, extendió hacia adelante los dos apéndices
de su cabeza y cargó hacia ellos con todas sus fuerzas. Tomás reaccionó instintivamente,
ubicándose entre su Capitán y el peligro, olvidando sus diferencias y sus
miedos.
Algo hizo estallar
a la bestia a meros centímetros de los asustados prisioneros. Cinco seres
ocuparon la entrada. Estaban armados con elementos que evidentemente habían
arrancado de la estructura del edificio. Los cinco eran bípedos, cubiertos por
algo parecido a plumas, y no mucho más grandes que un humano promedio. Sus
rostros eran similares a lémures. Uno de ellos habló.
— ¡Escuchamos y
entendimos tu mensaje, Vocero del Creador! ¡Estamos aquí para liberarte!
Stern tardó un
segundo en reaccionar, debido a la conmoción general, pero al hacerlo se sintió
natural, como si estuviera en el lugar en el que debía estar. El disfraz de
Profeta lo poseyó como si de un espíritu exorcizado en busca de un nuevo cuerpo
se tratara.
— ¡Nunca lo dudé,
mis Hermanos! ¡Hermanos e Hijos del Señor, ayudándose entre ellos, como es su
eterna voluntad!
Los lémures
hicieron una especie de reverencia a modo de saludo y les indicaron que
permanecieran allí hasta que el momento fuera el oportuno para escapar.
— Los Guardianes
han muerto. Los matamos poco después de oír tus palabras, Vocero. Pero las
defensas automáticas de la prisión se activaron y comenzaron a disparar,
matando a la mayoría de los nuestros. Nos vimos obligados a abrir todas las
jaulas, para lograr escabullirnos en el tumulto.
—Su lamentable
sacrificio no será en vano, mi amigo. ¡Serán recompensados en la otra vida! ¡Os
lo prometo!
El lémur que
parecía ser el líder hizo otra reverencia. Un sexto ser se asomó por la
improvisada entrada de la celda y les avisó que era el momento de salir.
Corrieron por
pasillos que colgaban en ángulos imposibles, donde muchas veces el piso se
convertía en pared y las paredes en techo. A los humanos les resultó imposible
ubicarse en el espacio. Incluso en un momento Tomás miró hacia atrás y no pudo
distinguir cuál había sido el camino que habían recorrido, sólo veía un
laberinto de tuberías que no parecían tener más de un par de centímetros,
extendiéndose hasta más allá de lo que su vista le permitió distinguir. Aquella
perspectiva tan alejada de la geometría euclidiana le hizo doler la cabeza y
marearse. Tuvo que obligarse a dejar de mirar.
Dos grandes moles,
que a Tomás le parecieron rinocerontes parados en sus patas traseras, con una
cabeza humanoide, les cortaron el paso, gruñendo. Aplastaron a golpes a dos de
los lémures. Los otros cuatro, ya preparados para responder a la emboscada, se
lanzaron hacia sus atacantes con aquellas varas como única arma. Tomás se
preparó mentalmente para verlos ser masacrados, pero no fue así. Uno de los dos
rinocerontes humanoides estalló en una nube de sangre ante un simple golpe de los
improvisados bastones, como había sucedido anteriormente con el centauro. El
otro continuó acercándose. Se oyeron cuatro ruidos de trueno. El ser cayó,
abatido. Tomás miró a Stern, quien aún tenía su arma humeando en la mano. Se
alegró de que no la hubiera usado antes, cuando estaban los dos solos.
Siguieron
corriendo, escapando por pasillos surrealistas, hasta algo que sólo podía ser
una puerta, aunque realmente no lo parecía. El líder de los lémures emplumados
explicó la situación:
— Al otro lado de aquí
está la cámara de descompresión dimensional. Es la única salida. Una vez que
entremos, tendremos un breve período de ajuste para igualar nuestro
tiempo/espacio con el del exterior. Durante ese instante, nadie puede entrar ni
salir. La diferencia entre las presiones espaciotemporales destruirían toda la
prisión y un puñado de años luz a la redonda.
— Eso quiere decir
que estaremos a salvo, independientemente de lo que suceda aquí afuera. —
aclaró otro de sus rescatistas.
La puerta se abrió.
Los lémures se apresuraron a meter a Stern en la cámara de descompresión
dimensional, pero cuando estaba por entrar Tomás, Stern volvió a desenfundar su
arma. Apuntando a Tomás dijo:
— ¡Él no! ¡Es un no
creyente!
Enfurecido, Tomás
se lanzó hacia su compañero de encierro, pero fue detenido por los lémures.
— ¿Por qué? ¡Aunque
sea explicame eso! — gritó el joven traicionado. Stern respondió:
— ¡Ay, Tommy Boy!
¡Reconozco que eres un buen chico! ¡Pero esperar que la gente te trate bien por
ser una buena persona es como esperar que un tigre no te devore porque seas
vegetariano! ¡Esto es la evolución! ¡La supervivencia del más apto! Y por si te
queda algún pequeño resquicio de duda, Tommy Boy, yo soy mucho más apto para
esto que tú.
Fue lo último que
le escuchó decir, antes de que la puerta se cerrara.
CULBERT
No podía creer que
siquiera lo considerara. Pero tenía que pensar más allá de sus creencias.
Analizar objetivamente la situación, como lo había hecho toda su vida. Como
había dejado de hacerlo desde el momento en que comenzó su viaje por el
espacio.
Si los registros de
los sistemas eran correctos, entonces una parte de la historia de la doctora
era cierta. La parte de la desaparición del Capitán y su Segundo al mando. Si
los protocolos de traducción estaban enlazados a un mecanismo de
transportación, eso podía explicar no sólo la desaparición de Stern y Tomás,
sino también su súbita aparición en la nave Graahrknut. Recordó entonces sus
últimos momentos antes de despertar entre la gente de Caz: se dirigía hacia el
buffet, caminando justo por el hall de entrada. Y luego estaba allí, entre los
Graahrknut, a varios días de distancia.
¿Significaba eso
que la doctora era inocente? Por supuesto que no. Ella podría haber sido quien
los arrojó al teletransportador para quitárselos de encima. Pero al menos tenía
una cierta esperanza de que sus superiores estuvieran vivos.
Uno de los
tripulantes pasó a su lado, vistiendo una túnica muy provocativa, rompiendo su
concentración. En aquellos días desde la desaparición de Stern, aquellos ropajes
parecían haberse multiplicado entre los habitantes de la nave. Muchos opinaban
que Stern había muerto, traicionado por la malvada doctora, pero que
resucitaría de entre los muertos para volver con toda su gloria. Él,
personalmente, ya no sabía en qué creer.
Llegó al calabozo
donde estaba encerrada Diana. Dudó por un segundo si entrar o no, pero
finalmente lo hizo. Ordenó a los guardias que se retiraran y se quedó a solas
con la doctora.
— ¿Y ahora qué
queré? — gruñó ella, recostada, sin mirarlo.
— Hemos verificado
parte de su historia. — Un resorte en la espalda de Diana pareció activarse,
porque de repente estaba sentada, mirándolo con ansiedad. — La parte que
hablaba de cómo desaparecieron el Capitán Stern y Tomás.
— ¡Bué! ¡Algo es
algo! — suspiró, con cierto alivio.
— Esto no significa
que aún le crea lo que pasó entre el Capitán y usted. Estamos estudiando la
manera de rescatarlos, si la ubicación que indican los sistemas es la correcta.
Mientras tanto, puede volver a la enfermería, donde permanecerá con custodia
hasta aclarar la situación. — dijo, abriendo la puerta de su celda.
Diana se levantó y
al pasar junto a Culbert le dijo.
— ¡A la enfermería
no es a donde quiero volver y vó lo sabés!
Culbert comprendió
a qué se refería y asintió.
— Paso a paso,
señora. Primero vuelva a su trabajo. No tengo objeción con dejarla volver a la
Tierra si es lo que quiere, siempre y cuando nos deje un reemplazo. ¡Tengo casi
trescientas vidas a mi cargo y no puedo dejarlas sin atención médica!
Diana lo miró,
seria. Su rostro una efigie de mármol marcada por el tiempo y la vida. Luego
expresó lo que sentía:
— ¡Y bué, es lo que
hay! Igual, me caés mejor que el otro yanqui.
Culbert,
sorprendido, no supo qué responder. Y cuando tuvo una respuesta para darle ya
era tarde, la doctora se había marchado.
STERN
La descompresión
había resultado ser más larga de lo que esperaba. Había aprovechado aquella
parada obligada para relacionarse mejor con sus rescatistas, los Drepali. Por
lo que dedujo de lo que Bekken, su líder, le contó, en su mundo nunca habían
desarrollado el concepto de religión, aunque habían alcanzado las estrellas
buscando su origen. Y al escuchar su discurso, decidieron que querían saber más
sobre aquel ser, creador del universo, que hablaba con su creación a través de
él. Stern sonrió al principio. Luego comenzaron las preguntas. Y más preguntas.
Y luego más. Y quizás fue eso lo que le había hecho sentir que la descompresión
había sido tan larga.
Las puertas se abrieron, indicando que era el
momento de salir de aquella prisión. Stern se lanzó rápidamente a la cápsula de
escape. Cuando los Drepali vieron la nave, flotando en la órbita de Irupé y
comenzaron a persignarse como él les acababa de enseñar, supo que había hecho
bien su jugada.
ENRIQUE
Noelia había notado
el movimiento en la superficie del pequeño satélite. Amplió la imagen y vieron
que se trataba de una pequeña nave. No mucho más grande que un Fiat 600. ¡Y se
dirigía hacia ellos!
Enrique captó una
débil señal saliendo de la cápsula. La sintonizó y escuchó una voz familiar:
— ¡Mis hermanos,
viajeros del Señor! ¡Herederos de la Promesa de la Tierra Prometida! ¡Soy yo,
su Capitán! ¿Pueden habilitarme una puerta de entrada?
Aquellos que
estaban en el puente se miraron entre sí, sorprendidos. Algunos sonrieron.
Otros festejaron. Otros, como Noelia, preguntaron por Tomás. Pero nadie
respondió desde el esquife. Ya habían iniciado las maniobras para atracar en el
hangar indicado.
STERN
Habían preguntado
por Tomás. No quería admitirlo, pero le preocupaba. ¿Qué había pasado en su
nave durante su ausencia? ¿Y qué iba a pasar cuando les dijera que había
abandonado al chico en una prisión alienígena? Era el momento de aclarar las
cosas con sus nuevos seguidores, los Drepali.
— Deben saber que
así como hay una fuerza creadora en el universo, también hay una fuerza del
mal, con un voraz apetito por la destrucción de todo aquello que consideramos
justo. ¡Es la voz que les susurra hacer cosas malas! ¡Que disfruta viendo caer
a los justos y ascender a los malignos, para luego hacerlos caer en desgracia!
¡Y este demonio tiene muchos agentes! ¡Muchos rostros! ¡A veces, incluso,
logran mezclarse entre nosotros! Como Tomás, por ejemplo. Fue por esta razón
que lo dejé atrás, porque sus palabras dulces y sus buenas intenciones
escondían las malas acciones de un destructor. — hizo una pausa y notó que los
Drepali lo miraban, absolutamente compenetrados en sus palabras, lo que era
bueno — ¡Y fue con aquel disfraz de buen muchacho que logró tener el apoyo de
varios de sus compañeros de viaje! ¡Pero el Señor me reveló sus verdaderas
intenciones! ¡Me advirtió que debía aprovechar cualquier oportunidad para
deshacerme de él! Aunque muchos, allí en mi Arca, siguen convencidos de que en
realidad era un buen hombre. ¡Y no es su culpa! ¡Han sido engañados! ¡Es
nuestra sagrada tarea hacerlos entrar en razón, predicar, evangelizar!
Los Drepali
asintieron.
Bekken le preguntó,
maravillado:
— ¿Cómo escuchas la
voz del Creador? ¿Cómo se comunica?
Stern no podía
creer la ingenuidad de aquellos seres. Tuvo que hacer un esfuerzo para no
sonreír.
— Se me aparece en
sueños, en visiones, a veces, muy pocas, con una sonora voz.
Los Drepali
susurraron entre ellos, fascinados. Seguían hablando sobre las maravillas que
estaban por vivir cuando ya estaban atracando.
Stern nunca se
esperó aquel recibimiento. Lo había imaginado, lo había soñado, pero nunca lo
había creído posible. El hangar en el que habían dejado aquel esquife estaba
colmado de personas vestidas con aquellas túnicas que él mismo había diseñado,
en otra vida. Y lo aplaudían y vitoreaban. Miró alrededor, genuinamente emocionado, y reconoció a Mike y
Valeria, al frente de la multitud, guiándolos, dirigiéndolos. Había muchas
caras que conocía, gente que lo había seguido desde aquella época en que
delinquir era necesario para sobrevivir. Y muchas caras nuevas, nuevos adeptos
que rendían sus egos ante él para cumplir con su sagrada misión.
Y entonces tuvo un
pequeño dejo de alarma. Una ausencia que podía o no ser un problema. Saludó con
las manos, sonriendo, y descendió, acercándose a la multitud. Y cuando abrazó a
Valeria le preguntó, susurrando en su oído, algo que ya había preguntado
anteriormente:
— ¿Dónde está
Culbert?
CULBERT
Saliendo del
calabozo escuchó la conmoción. Vio una pareja de aquellos locos en túnicas
hablando entre ellos, extasiados. No podía ser nada bueno. Se les acercó y les
preguntó qué estaba sucediendo. No supo cómo tomarse su respuesta:
— ¡Ha vuelto! ¡El
Capitán ha vuelto! ¡Y me besó la mano al saludarme! — exclamó uno de los
tripulantes.
Tras preguntar por
su ubicación, corrió hasta el hangar, pero ya era tarde. La multitud ya se
había despejado. Sólo quedaba un pequeño equipo de ingenieros, preparándose
para estudiar aquel esquife.
Corrió hacia el
puente.
Llegó al puente
justo cuando Stern terminaba de hacer uno de sus discursos. Todos lo aplaudían.
Muchos (un grupo de alienígenas, por ejemplo) con fervor. Otros pocos (Noelia)
por obligación. Al verlo, el Capitán dejó lo que estaba haciendo y se le
acercó.
— ¡Gracias por
cuidar de mi Arca, Benjamin! ¡Infinitas gracias! ¡Lo has hecho bien! ¡Y ahora
te daré el honor de colaborar todavía más con la Misión! ¡Ocupa tu estación de
trabajo, por favor! — Así lo hizo, temiendo lo que podía llegar a suceder —
Dime, agente, ¿cuál es nuestra arma más potente?
No tuvo que
pensarlo.
— La bomba estelar.
Destruiría todo este sistema planetario con su estrella. — Y sintió un nudo en
la garganta al preguntar — ¿Por qué quiere saberlo, Capitán?
— ¡Una bomba
estelar es demasiado! ¡No! ¡Debemos vengar la muerte de nuestro querido Segundo
al mando! ¡El pobre Tomás fue asesinado por peligrosas criaturas que habitan
dentro de aquel satélite! ¡Y me habrían matado también, de no haber sido por
nuestros nuevos amigos, los Drepali!
Noelia y Enrique soltaron
un suspiro de dolor al oír sobre la muerte de su amigo. Culbert alcanzó a ver
unas lágrimas asomar por los ojos de la navegante. Él alcanzó a reprimir las
suyas, algo que ya era una costumbre en su vida. Stern carraspeó, llamándole la
atención.
— Un simple disparo
de plasma podría destruir completamente el satélite, señor.
Stern lo pensó.
Luego asintió. Tomó asiento.
— ¡Bien! ¡Hágalo,
entonces!
— ¿Señor? — amagó a
preguntar Culbert, luchando consigo mismo para no cumplir con aquella orden.
— ¡Le di una orden
y exijo que la cumpla! ¡Allí adentro hay una amenaza para nosotros y para todas
las especies cercanas! ¡Neutralice esa amenaza, señor Culbert!
Su entrenamiento de
toda la vida fue más fuerte y cumplió con su deber. El satélite se redujo a una
masa de metal derretido y luego estalló.
Y con él, toda
posibilidad de rescatar con vida a Tomás.
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