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CAPÍTULO
4: EL CAMINO DE LA RANA
"Another
turning point, a fork stuck in the road
Time grabs
you by the wrist, directs you where to go
So make the
best of this test, and don't ask why
It's not a
question, but a lesson learned in time
It's
something unpredictable, but in the end it's right.
I hope you
had the time of your life."
Green Day, "Good riddance".
TOMÁS
Cuando recuperó la consciencia estaba bañado
en sangre y fluidos similares, de varios colores. Había una parte de lo que
había sucedido que no podía recordar, su mente simplemente se había apagado. Y
había otra parte que, al contrario, se le hacía imposible olvidar. Y que
probablemente nunca olvidaría. Repasó los hechos en su mente, mientras su
cuerpo temblaba de cansancio y stress.
Stern lo había dejado afuera de la cápsula de
escape. Sin importar todo lo que habían logrado juntos en aquella situación, al
final su naturaleza fue más fuerte y lo traicionó. Como el escorpión de la
fábula. Y ahora, al igual que la rana que había accedido a ayudar al peligroso
arácnido, se iba a ahogar en el río de violencia de aquel motín carcelario. O
no. Algo en su interior le dijo que no podía rendirse. No era algo nuevo, imbuido
por algún proceso de la nave que le había llevado hasta allí. Era otra cosa.
Algo que siempre había estado dentro de él, que le había permitido ir cada día
de su vida soportando golpes (a veces físicos, otras veces emocionales) y no
claudicar. Era su temple, su persistencia para enfrentar lo que una amiga suya
una vez había denominado "los combates cotidianos". Y aunque todo eso
estaba sepultado bajo capas y capas de inseguridades varias, producto en su
mayor parte del maltrato familiar, era en momentos clave, como éste, que salían
a la superficie para ayudarlo a seguir vivo.
Miró hacia aquella extraña perspectiva del
pasillo que habían atravesado poco antes. A lo lejos se veía un punto, que
luego se convirtió en una línea y pronto en unas siluetas alejadas. Sea lo que
fuese, se estaba acercando. Y no podía ser nada bueno. Observó sus alrededores
y encontró unas tuberías en un muro cercano. Reconoció una sección como el
garrote explosivo que los lémures habían utilizado para pelear durante su
escape. Era imposible calcular qué tan lejos estaban aquellas figuras que se le
acercaban, así que se lanzó sobre la tubería y comenzó a desarmarla usando sus
manos, sus dientes y sobre todo su ingenio. Para cuando logró arrancarlas,
aquellos que se acercaban ya casi estaban sobre él. Ahora podía verlos
claramente: se trataba de una verdadera estampida multi especies, que avanzaba
mientras sus integrantes peleaban entre ellos.
El piso tembló como si hubiese un terremoto.
Casi perdió el equilibrio, pero logró mantenerse en pie apoyándose contra la
pared. Muchos de los prisioneros que corrían hacia él tropezaron, sólo para ser
pisoteados por aquellos que aún seguían corriendo. Tomás les gritó que se
detuvieran, sabiendo que era algo inútil. Para sorpresa suya, parecieron obedecerle.
- ¡La cápsula de escape! ¿Dónde está? -
preguntó un ser humanoide, con tres crestas rojas saliendo de su cabeza y bajando
por su nuca hasta perderse bajo su ropa.
- ¡Se la llevaron! ¡Mi compañero de celda y
aquellos seres emplumados de ojos grandes!
El ser gruñó, con desprecio.
- ¡Drepali! ¡Siempre dije que el Conglomerado
estaría mejor sin esas alimañas traicioneras! - luego lo miró fijo - ¿Y a ti
por qué te dejaron, silamp?
Tomás lo pensó. Le hubiera gustado tener una
buena respuesta, pero no se le ocurrió. Entonces supo que la única respuesta
correcta era decir la verdad.
- Porque son unas alimañas traicioneras. Tanto
esos a los que les decís Drepali como mi compañero de celda. ¡Sobre todo mi
compañero de celda!
Otro temblor sacudió el lugar. Uno de los
seres notó los caños rotos en la pared y gritó:
- ¡Este pasillo está por colapsar! ¡El silamp
rompió los cohersores!
Y allí ocurrió algo que, en definitiva, es lo
que definió a cada uno de los integrantes de aquel improvisado grupo: ante el
inminente peligro, muchos de ellos, los que valoraban su vida, comenzaron a
correr regresando por donde habían llegado. Otros, aquellos que tenían un
tropismo natural hacia la violencia y la venganza, se abalanzaron sobre Tomás,
aquel que había provocado el pronto colapso de toda aquella sección de la
prisión.
Tomás golpeó con el improvisado garrote a un
enorme extraterrestre de largos pelos azabache. La totalidad de su cuerpo
estalló, transformada en una pastosa mancha de restos orgánicos imposibles de
identificar. El humano se paralizó. Si bien ya había visto a otros seres
explotar de aquella forma, era la primera vez que quien causaba aquella
sangrienta muerte era él. La mejor cura para aquella parálisis fue notar cómo
aquel pasillo comenzaba a encogerse detrás suyo, mientras otros agresores de
diversos tamaños, todos ellos feroces, se le venían encima.
Afirmó el bastón con ambas manos, tomó aire y
corrió hacia la única salida posible, hacia las fieras que corrían en su
dirección, dando un golpe atrás de otro, hasta que ya no tuvo nada (ni nadie)
que lo detenga.
Siguió corriendo, hasta salir de aquel pasillo
mortal. Fue entonces cuando sintió el temblor.
NOELIA
La pequeña esfera metálica era ahora una masa
amorfa de metal derretido solidificándose en el vacío. Nada podía seguir vivo
allí adentro. Noelia se quedó mirando la curiosa escultura que la ingravidez
moldeaba. No pudo evitar pensar que parte de aquella estructura estaba
compuesta por los restos de su amigo. Intentó reprimir sus lágrimas lo mejor
posible, pero nunca había sido buena para eso. Su visión quedó nublada detrás
de dos cascadas saladas.
- ¡Señorita Lencinas! - Noelia cayó en la
realidad. Era la voz de Stern quien la llamaba.
- ¿Capitán? - se quitó las lágrimas de los
ojos.
- Le decía que fije nuevo rumbo. ¡A cualquier
sector alejado de los destinos de las comunicaciones que salieron de aquel
infierno! - ella lo miró, como pidiendo algo. Él lo entendió - ¡Ya habrá tiempo
para funerales y homenajes! ¡Ahora nuestra prioridad es salir de aquí antes de
que lleguen los refuerzos! - Los seres que le habían ayudado a escapar de su
exilio forzado aprobaron la medida.
Odiaba admitirlo, pero tenía razón. Revisó su
consola. Enrique le pasó los datos de las transmisiones que había captado y las
cruzó con los mapas de los Graahrknut. Luego de analizar la información
informó:
- ¡Eso nos va a llevar en la dirección
contraria a todos los mundos conocidos por los Graahrknut! ¡Vamos a perdernos
muchos contactos!
Stern la miró, evaluándola.
- Bien. Igualmente nuestra misión es encontrar
un planeta Paraíso, no un mundo ya habitado. ¡Fije curso y salgamos de aquí a
toda marcha, si no quiere que el próximo funeral sea el nuestro!
Enrique la miró, asustado. ¿Temía por la
posible represalia por parte de los constructores de aquella esfera que habían
destruido, o por el castigo que Stern podría llegar a imponerle a ella por no
obedecer? Irrelevante, al menos en aquel momento. Tomó aire, analizó las
lecturas de los campos gravitacionales de aquel sistema y sus alrededores y
trazó un rumbo que les permitiría ganar muchísima velocidad en muy poco tiempo
gracias al efecto honda y los multiplicadores de inercia externos de la nave.
En pocos segundos abandonaron la órbita de Mundo Bosque.
O como lo había bautizado su amigo, Irupé.
TOMÁS
La totalidad de la estructura del edificio se
sacudió como un perro mojado al secarse. Algunas paredes se volvieron techos.
Algunos techos decidieron representar el papel de piso. En todas partes la
gravedad enloqueció, lanzando cuerpos vivos y muertos por todo el lugar. El
caos acabó con las peleas. En uno de los tantos golpes que recibió, Tomás
perdió el conocimiento.
Despertó con el cuerpo temblando de cansancio
y stress, sin recordar nada de lo sucedido. Hizo memoria y lloró al recordar
todas aquellas vidas que había tenido que terminar para lograr salvarse.
Aquellas eran criaturas llenas de odio y violencia, sí. Pero eran seres vivos,
con padres, madres, y familiares que ahora los habían perdido para siempre,
debido a sus propias acciones.
Entre sollozos suspiró profundo. Aprovechó la
inhalación para juntar fuerzas y se incorporó.
Miró alrededor. No estaba seguro de dónde
estaba. Todo aquel recinto era completamente distinto a la prisión que conocía.
Y a la vez, parecía ser la misma. Como un mismo paisaje pintado en dos estilos
distintos, por diferentes artistas. Estaban los ángulos extraños, el curioso
material que revestía las paredes y techos y los cientos de prisioneros escapados.
Pero también estaba todo tan... plano. Le costaba darse cuenta de qué era
exactamente lo que había cambiado.
Pero tuvo que dejar de pensar en el juego de
las siete diferencias cuando notó que algunos de los otros seres desparramados
por el piso comenzaban a despertar. Buscó el caño que había usado como arma
durante la revuelta, pero le fue imposible hallarlo. El tornado gravitacional
se lo había arrancado de las manos. Sintió gruñidos de dolor. Una voz en su
cabeza, la del instinto de conservación, le dijo que se alejara. Otra voz,
probablemente el instinto humano de buscar problemas o de la solidaridad, no se
lo permitió. Agudizó el oído y consiguió localizar al autor de aquel quejido.
Entre una pila de cuerpos inertes, alguien intentaba liberarse, salir de
aquella montaña de muerte. Se acercó y comenzó a apartar a los reclusos muertos
para ayudar al que aún respiraba. Cuando lo logró, éste lo miró asustado, como
esperando su próximo movimiento. Al contrario de lo que esperaba, éste no fue
un ataque de remate, sino unas palabras:
- ¿Estás bien? ¿Podés caminar?
El ser respondió afirmativamente.
- ¡Entonces ayudame a ver quién más
sobrevivió!
El extraterrestre se lo quedó mirando,
entendiendo las palabras, pero no su significado. Hasta que finalmente lo vio
en acción. Entonces sí decidió hacer lo impensado: ayudar a otras especies.
FLORENCIA
Un día más en el buffet.
Un día más de servir comida que a nadie le
gustaba. De no charlar demasiado con Caz para no molestar a Tobermory, que se
ponía celoso. De evitar a Diana, porque si no podía mirarla a los ojos, mucho
menos podía sentirse cómoda hablando con ella. Aunque extrañaba sus
conversaciones. La doctora era... rústica, por decirlo de alguna manera, pero
también era directa. Nunca andaba con subterfugios, metáforas ni falsedades.
Siempre decía lo que pensaba. Y ella había estado a punto de confesarle su
secreto. Sólo a ella y a Tomás se lo había estado por decir.
Sintió un pinchazo de dolor al recordar a
Tomás. Desde que Stern había anunciado su muerte, en el discurso que había dado
al regresar de aquella prisión, se había prohibido a ella misma el pensar en su
amigo. Y aunque ya habían transcurrido varios días, seguía adelante con su vida
como si aquello nunca hubiera pasado. No lo exteriorizó, tampoco. No era buena
midiendo la intensidad de sus emociones, por lo que hacía ya varios años que
había decidido mostrarse neutral a todo, confortablemente adormecida. Aunque su
terapeuta le había dicho varias veces que aquella no era la solución. Extrañaba
las sesiones con su terapeuta.
Aquella mañana comenzó sirviéndole el desayuno
a Culbert, con quien apenas cruzó un par de palabras. Nunca había sido un hombre
demasiado hablador, pero desde el regreso de Stern había estado aún más
callado, como si algo lo carcomiera desde adentro.
No mucho después llegó Caz, quien tragó
desapasionadamente su dosis de alimento. Intentó conversar un poco, hablarle de
su trabajo, del descubrimiento de una base de datos enorme escondida entre los
registros de la nave y le comentó que había estado leyendo algo de Nietzsche,
pero Tobermory pasó caminando justo en el campo de visión de Florencia, mirándola
fijamente, así que ella lo interrumpió y se fue para otra mesa, lamentándolo
profundamente.
Más tarde llegaron Raúl y Noelia. Hacía
bastante que no coincidían en sus horarios de descanso, así que no paraban de
hablar. El jefe de Ingeniería comentó su teoría de que las especializaciones
asignadas por la nave a cada tripulante estaban relacionadas con lo que habían
hecho en la Tierra. Él, por ejemplo, había estudiado mecánica dos años en Quito
antes de abandonar todo y salir a recorrer las rutas con una mochila como único
equipaje. Noelia al principio no estuvo de acuerdo, pero luego reconoció que
había estudiado astrología, lo que la había llevado a conocer todas las constelaciones,
aparte de las del zodíaco. Pero cuando le preguntaron a Florencia qué hacía
ella en la Tierra que la pudiera relacionar con la comida, Tobermory la llamó
por algo "urgente" que resultó no ser tan urgente. Para cuando se
desocupó, ambos amigos se habían marchado.
Había dos personas que no desayunaban en el
buffet. Uno era el Capitán, a quien le llevaba su comida a su cuarto. La otra
era Diana, por estar confinada a la enfermería.
Llegó a la habitación de Stern. Le incomodaba
entregarle su comida. Aunque le parecía que también ella le provocaba lo mismo
a él. Así que hacía tripas corazón y usaba toda su voluntad para disimular su
propia molestia. Era una especie de placer perverso. Una muy leve venganza
por... ¿Por qué? No lo sabía. Pero algo dentro de ella le decía que debía
vengarse y disfrutaba haciéndolo.
Distinto era el caso con Diana. A Diana no
quería verla. Le dejaba la comida a su guardia y volvía al buffet. ¿Por qué?
¿Se sentía culpable por no haber hablado en favor de ella cuando la acusaban de
matar a Stern y Tomás? No. No quería admitirlo, al menos. En su cabeza, cuando
comenzaba a pensar en aquel asunto, se obligaba a pensar, a recordar, a crear
el recuerdo, de que ella en realidad era un androide. Y ella sabía bien que los
androides no pueden tener sentimientos. Aquello la tranquilizaba.
Y volvió al buffet, al sofocante trato de
Tobermory, su mascota/dueño, donde todo era más sencillo.
TOMÁS
Las horas siguientes al cataclismo fueron de
mucho trabajo. Había internos atrapados debajo de cuerpos, o heridos ya fuera
por las sacudidas que habían experimentado o por las batallas libradas antes.
La actitud solidaria de Tomás se había propagado. Ahora había al menos una
veintena de grupos de rescate intentando mantener vivos a sus compañeros de
encierro.
Cuando todo estuvo más tranquilo, es decir
cuando ya no quedaba nadie por rescatar y lo único que restaba hacer era
lamentar las muertes de los seres queridos y buscar la manera de escapar de
aquella construcción, Tomás se permitió un instante de análisis. Se acercó a
uno de los seres que más lo había ayudado en las últimas horas, con quien había
establecido ese tipo de vínculo que sólo se logra sobreviviendo a una situación
extrema.
— Galup, ¿qué pasó? ¿Por qué se sacudió todo
así?
El ser, que medía poco más de un metro de
altura, pero tenía una contextura maciza y extremidades tan gruesas y rugosas
como troncos, teorizó:
— La única explicación que se me ocurre es que
alguien haya destruido el satélite donde estaba alojada la estructura interna
de éste pabellón. Eso explicaría la pérdida de cohesión de varios corredores y
los cambios de gravedad mientras los sistemas buscaban otra carcasa en la cual
alojar las habitaciones restantes.
Tomás tuvo que analizar palabra por palabra la
frase, sólo para entender una pequeña porción de la misma.
— ¿El satélite? ¿El que estaba orbitando
Irupé? ¡Quiero decir, el Mundo Bosque!
Galup lo miró, sorprendido.
— ¿El Mundo Bosque? ¿Allerio? ¿Allí estaba
alojada esta sección de la prisión? ¡Eso es en la otra punta del Conglomerado!
¡Si escapamos me tomará el resto de mi vida volver a mi hogar por medios
tridimensionales! ¡Incluso viajando más rápido que la luz!
Tomás le palmeó la espalda. No sabía si
aquello significaba lo mismo que para los humanos en la cultura de la gente de
su nuevo amigo, pero era todo lo que podía hacer por reconfortarlo. A juzgar
por la reacción de Galup, su gesto tuvo el efecto deseado.
Se vieron obligados a abandonar las añoranzas
cuando Tomás percibió un olor particular.
— ¿Qué es eso que estoy oliendo? ¡Parece el
olor de una soldadora!
Galup lo miró y olfateó el aire, sin
resultados.
—Los Krosis no tenemos un buen sentido del
olfato, — explicó, — pero puedo ver un gas emanando de allí. Por su textura
creo que es ozono. Inofensivo en concentraciones bajas para la mayoría de los
que estamos aquí, en éste ala.
Tomás se quedó pensando.
— ¿Hay otras alas?
El morrudo extraterrestre no podía creer lo
que escuchaba.
— ¡Desde luego! Esta es el ala de las especies
tipo 12, aquellos que estamos compuestos en su mayor parte por carbono,
respiramos oxígeno o algún otro gas similar y venimos de mundos con una
determinada masa y gravedad. ¿O creías que algún híper denso o ultra liviano
podría estar en el mismo lugar que nosotros?
Tomás tuvo que reflexionar sobre lo que acaba
de escuchar. ¡Había tanta diversidad de vida allí! ¡Tantos puntos de vista!
¡Casi deseaba no escapar! Pensó entonces en sus amigos, allí en la nave, bajo
el mando de aquel loco traicionero. En Diana y Florencia, cuyas vidas seguían
en peligro mientras Stern estuviera suelto. Y pensó en algo que había pasado
por alto.
— Cuando decís que el ozono no es peligroso
para la mayoría, ¿querés decir que para algunos sí lo es?
Galup no podía creer lo que estaba escuchando.
— ¡Por supuesto! ¡No todos los mundos son
iguales, por lo tanto no todos los organismos son iguales!
Tomás se alarmó.
— ¡Tenemos que avisarles a todos!
El Krosis hizo la expresión que hacía su
especie cuando se confundían.
— ¡Pero así no es como hacemos las cosas en el
Conglomerado! ¡Cada especie debe cuidar de sí misma!
El humano ni siquiera lo miró. Tenía su
atención centrada en sus alrededores y en dónde ubicarse para ser escuchado con
claridad por la mayoría de los sobrevivientes. Sólo atinó a decirle, casi como
por reflejo:
—Pero yo no soy del Conglomerado. ¡Y así
hacemos las cosas en casa! — se trepó a una pila de escombros y desde lo alto
gritó:
— ¡Escuchen todos! ¡Hay una fuga de ozono!
¡Aquellos que puedan detectar dónde está el gas ayuden a aquellos a los que les
resulta tóxico! ¡Sé que no es como hacen las cosas en el Conglomerado, pero si
cooperamos entre todos podemos salir de acá sin perder a nadie más!
Al ver la falta de reacción de los prisioneros
se sintió un poco estúpido. Nunca se había animado a hablar en público, era
demasiado tímido para hacerlo. Y ahora que lo había hecho sintió un calor
recorriendo su interior.
Entonces vio los primeros resultados. Pequeños
grupos de seres que podían detectar el ozono a simple vista, mediante el olfato
o por análisis espectrográfico de sus alrededores comenzaron a gritar
"¡Aquí!", "¡Cuidado allí!", o "¡No se acerquen a ese
muro!". Pronto, otros los imitaron. Y otros más. Entonces se concedió unos
segundos para sonreír, tomó aire, juntando fuerzas y voluntad y bajó del
improvisado escenario para convertirse en uno más de los que ayudaban a sus
compañeros de desdicha.
ENRIQUE
Golpeó la puerta no sin nervios. Nunca se
había metido en política porque detestaba cualquier tipo de conflicto o discusión.
Sin embargo ahí estaba, a punto de iniciar algo que no estaba seguro de cómo
podría terminar. Pero callarse ya le estaba haciendo mal. Hacía al menos dos
noches que no dormía. Y ahora no era por la necesidad de fumar o consumir algo,
esto era diferente. Era un asunto de considerar que lo que su Capitán estaba
haciendo era un error.
Cuando la puerta se abrió, una hermosa chica
con una de las túnicas del Culto de Stern apareció frente a él. Era aquella joven que había testificado
contra la doctora cuando Culbert intentaba dilucidar qué había sucedido con
Stern y Tomás. De pronto recordó cuánto extrañaba estar con una mujer. Debió
haber sido muy obvio, porque la joven le sonrió, burlona. Luego le dio la
espalda y dijo:
— ¡Capitán, es un chico!
Escuchó la voz de Stern diciendo que ya iba y
tuvo un escalofrío. De repente todo aquello le pareció una muy mala idea.
Cuando se asomó a la entrada se hizo evidente que lo había despertado. El
Capitán lo miró, sorprendido de verlo allí y tras un instante de duda lo invitó
a pasar.
Como en todas las habitaciones del Arca, el
mobiliario era más bien espartano: una cama, un mueble de guardado y un pequeño
escritorio con su silla. Lo hizo sentar a los pies de la cama, en una punta. La
chica semi vestida que había vuelto a acostarse y ahora estaba demasiado cerca
de él fue una distracción que no necesitaba. Tardó un rato en comprender que
Stern le había preguntado a qué se debía su visita y ahora lo miraba,
divertido, esperando una respuesta que no podía formar en su cabeza. Sacudió la
cabeza para despejarla, como quien inexplicablemente agita un reloj pulsera que
se quedó sin batería, y explicó sus razones:
—Capitán, usted sabe que al principio de
nuestro viaje tuve mis dudas sobre nuestra misión. Pero a medida que fuimos
avanzando y lo fui conociéndolo a usted y a su culto...
— Iglesia — corrigió Stern, neutro.
— Iglesia, perdón. —Tomó aire. El ser
corregido en un término tan vital lo puso todavía más nervioso. Había ensayado
aquello varias veces mientras intentaba sin éxito combatir el insomnio. —A
medida que fui conociéndolo a usted y a su iglesia me fui convenciendo cada vez
más de que usted tenía razón. Y me alegra ver que cada vez son más los que opinan
como yo.
—Buena parte del crédito corresponde a mi
querida y fiel Valeria, aquí presente. Ella y Mike evangelizaron con gran
dedicación durante mi secuestro.
La joven lo miró desde las sábanas, inclinando
la cabeza con humildad, agradeciendo el elogio. Quique la miró. ¡Era hermosa!
Stern carraspeó, llamándole una vez más la atención.
— ¡Control de tierra al Mayor Quique!
— ¡Perdón, Señor! —dijo y sintió cómo
comenzaba a ruborizarse.
— Me agrada mucho lo que estás diciendo, pero
siento que se acerca un "pero..." —Giró una mano, invitándolo a continuar
la frase. Enrique asintió.
—Pero me parece que está equivocado al elegir
el rumbo que ha decidido tomar.
Ya no había vuelta atrás. Ya había dicho lo
que temía decir. Lo que tenía que decir. Todo su ser se puso en alerta, esperando
un grito, un golpe o al menos un ceño fruncido. Había escuchado rumores acerca
del carácter del capitán. En su lugar, encontró una sonrisa bonachona, propia
de un buda.
— ¿Y a qué se debe ésta duda?
Enrique no pudo reprimir un suspiro.
— Bueno, por lo que me dice Noelia estamos
yendo hacia fuera del territorio mapeado por los Graahrknut. ¡Nos estamos
alejando de muchísimos mundos habitados!
Hubo un silencio demasiado largo. Nadie dijo
nada, nadie hizo ningún gesto. Si el tiempo no parecía haberse detenido, era
porque los ojos de Enrique se movían para todos lados, nerviosos. Hasta que en
lugar de contestar, Stern hizo una pregunta:
— Enrique, ¿Cuál es nuestra misión? ¿Buscar
nuevas formas de vida? ¿O encontrar el planeta Paraíso?
El oficial de Comunicaciones frunció el ceño,
meditando las palabras de su líder. Finalmente comprendió.
— ¡Encontrar el planeta Paraíso! —Stern sonrió
con beneplácito. Oyó a Valeria emitir una leve risita. ¿Se burlaba de él? ¿O
era algo más?
— Esos pensamientos, los de jugar al
explorador espacial, eran los sueños frustrados de Tomás. Él quiso viajar por
las estrellas como los héroes de sus películas favoritas. Pero, mi querido
Quique, el universo no es como las películas. —Bajó la voz y agregó — ¿Alguna
vez te conté cómo fue que murió?
—Sí, como un héroe, sacrificándose por
salvarlo a usted y a los Drepali.
Stern negó con la cabeza y le hizo señas para
que se acercara. Por reflejo, Enrique se inclinó hacia adelante, acortando la
distancia entre su cara y la de Stern, preparado para recibir la confidencia.
—Corríamos por los pasillos, cuando vio un ser
muy extraño. Estaba hecho todo de luz. ¡Era algo hermoso! Le dije que debíamos
seguir adelante, que los Drepali sabían dónde estaba la salida y se habían
ofrecido para ayudarnos. Pero no me escuchó. Una bala perdida le dio justo en
la nuca. No había manera de salvarlo. Tomás, con todo ese infinito potencial
que tenía, todo ese conocimiento maravilloso, tuvo una muerte inútil y sin
sentido. ¡Y todo por no obedecer! ¡Por seguir sus egoístas deseos de conocer
aquello que no estaba destinado a conocer! —Enrique abrió la boca, pero no pudo
hablar. Fue Stern quien hizo la pregunta que él no podía enunciar — ¿Por qué
mentir sobre su muerte? ¡Porque necesitamos héroes que nos inspiren! ¡Tan
simple como eso! ¡Porque éste es mi rebaño, y debo cuidar de él! ¿Lo entiendes,
verdad?
Se tomó un instante para pensar su respuesta.
Pero se distrajo al sentir que Valeria se movía debajo de las sábanas, rosándole
la pierna con un pie. Asintió nerviosamente. Stern sonrió.
— Esto no es una fantasía. Esto es la vida
real, Quique. Y en la vida real uno puede morir si se pasa de curioso. O si se
desvía del plan del Señor. ¿Me ayudarás a seguir el camino trazado por nuestro
Padre, o buscarás seguir las fantasías de un chico muerto?
Enrique tragó saliva ruidosamente y respondió:
— ¡Te ayudaré! ¡Sin dudarlo te ayudaré! -
Necesitaba salir de allí cuanto antes, Valeria lo estaba poniendo más inquieto
que la propia conversación - ¡Ahora, si me disculpan, tengo que regresar al
puente!
Se tomó un segundo para levantarse, saludó a
ambos con respeto y se marchó, sin querer pensar dos veces en lo que había
sucedido en aquella habitación.
TOMÁS
Un ser insectoide había mencionado conocer una
posible salida, así que los sobrevivientes lo seguían. Tomás seguía junto a
Galup, su amigo Krosis, quien lanzó una especie de bufido. Tomás lo interrogó:
— ¿Y eso? — Galup hizo su versión de una
sonrisa.
— Pensaba en la ironía de este escape. En que
fueron mis acciones durante la guerra contra los Iggari las que me trajeron
aquí. Y ahora uno de ellos me está llevando a la salida.
Tomás comprendió y sonrió también.
— Te entiendo. Sentís que vas a deberle tu
libertad.
Galup lo miró, curioso.
— ¡Ahí está otra vez esa palabra!
Tomás no entendió al principio. Necesitó
recordar su última frase en voz baja para comprender a qué palabra se refería.
— ¿Cuál? ¿Libertad?
El Krosis resopló por sus orificios
respiratorios y lo miró desde abajo.
— ¡Esa misma! ¿Qué significa? No tiene
equivalente en mi idioma.
Tomás tuvo que dejar de caminar y mirarlo fijo
a la cara.
— ¿No tienen conciencia de lo que es la
Libertad? —Galup negó con aquel gesto que Tomás había aprendido que usaba para
negar la gente del Conglomerado. Resopló. ¿Cómo explicarle la libertad a
alguien que no la conocía? ¿Tenía algún concepto similar? ¿No conocían la
libertad, o no sabían ser libres? ¿O lo eran, pero no lo sabían? Reflexionó por
un momento. ¿Qué era ser libre para él, en última instancia? ¿Poder decir lo
que sentía sin tener que explicarse? ¿Poder hacer algo que disfrutara sin
inconvenientes? ¿Vivir y dejar que otros vivan? No. Nada de eso. Y todo eso
junto, también. Entonces supo exactamente lo que tenía que decir:
—La libertad, Galup, es poder viajar por donde
quieras, conociendo el universo y a quienes lo habitan sin preocupaciones por
lo que venga, sin esconderse de donde venís. Y lo más importante, sin joderle
la vida a nadie.
El Krosis lo miró, asombrado.
—Tenemos un concepto similar. Se llama
"Gurba Dur", el vivir sin ataduras. Hay un grupo de personas en mi
mundo que lo practican. ¡Locos!
Tomás sonrió y pensó "hippies del
espacio". Pero tuvo que interrumpirse al ver que aquellos que iban delante
de él se detenían. Cruzaron miradas con Galup y se acercaron al Iggari que los
guiaba. Éste les explicó que habían llegado a un estado de redundancia cíclica
estructural, un sector de aquel corredor que se pegaba sobre sí mismo, haciendo
imposible el avance hacia una salida definitiva. Estaba diseñado para que
aquellos prisioneros que lo notaran comprendieran que el único camino a seguir
era hacia atrás, de regreso a la prisión. Un ser robusto, similar a un árbol en
la rugosidad de su piel y en tamaño, gruñó de frustración y avanzó hacia el
insectoide, listo para matarlo por haberlos llevado por aquel corredor inútil.
Tomás lo enfrentó, pidiéndole paciencia. Galup se ubicó junto a él, apoyándolo.
Otros lo imitaron.
— O salimos todos juntos, o no sale ninguno. —
dijo el Krosis, sorprendiendo gratamente a su amigo humano. El Iggari siseó sus
pensamientos:
—Así es. Todos tenemos distintos sentidos. Los
Krosis tienen una glándula que les ayuda a detectar los más leves cambios en la
fuerza gravitatoria, por ejemplo. ¡Puede notar si hay alguna salida oculta! Y
los Haridas perciben sus alrededores con ojos capaces de ver en veinte
diferentes espectros de radiación. ¡Pueden encontrar puertas ocultas para la
mayoría! A los Mokkai les injertan un órgano artificial en el cráneo que emite
poderosas señales de sonar. ¡Muy útiles para medir la densidad real de las
paredes y buscar puntos débiles para que un Brannet las destruya con su
característica fuerza bruta!
Y dicho esto, se pusieron a trabajar. En
equipo, una vez más.
Tomás se acercó al Iggari y lo felicitó por su
discurso.
— ¡Gracias por ayudarme! ¡Necesitaba que
alguien comprendiera el concepto de cooperación! —el insectoide hizo una
reverencia. — ¡Qué gran conocimiento de los órganos de las otras especies! ¿Qué
eras antes de estar acá? ¿Médico? ¿Xenobiólogo?
El extraterrestre lo miró con sus ojos
segmentados y respondió:
— No, cocinero. ¡Todas esas partes del cuerpo
que mencioné son manjares para los míos!
La quijada de Tomás cayó como si hubiese sido
rellena súbitamente de acero. Mientras se alejaba murmuró "¡Yo me lo
busqué! ¿Quién me mandó a preguntar?".
Cuando las tareas compartidas dieron resultado
(y no se engañen, cualquier tarea que salga de la cooperación de gente con
distintas habilidades siempre termina dando algún resultado positivo)
encontraron una vía de escape. Se trataba de un ducto de mantenimiento oculto
para la mayoría de los sentidos combinados de los reclusos. Pudieron hallarlo
cuando cinco integrantes de diferentes especies notaron algo extraño en un
sector determinado de una pared. Ese ducto los llevó a una escotilla que Tomás
reconoció de inmediato. El último humano que había visto lo había dejado fuera
de una similar. No pudo aceptar que su último contacto con la humanidad fuese
Stern, el tipo más inhumano que había tenido la desgracia de conocer. ¿O quizás
el problema sería que Stern era demasiado humano? Miró alrededor, buscando a Florencia
para filosofar juntos un rato. Fue en aquel acto inconsciente que su exilio
verdaderamente le dolió, al saberse lejos de sus amigos.
La cámara de descompresión dimensional era lo
suficientemente grande para que todos los del grupo de prisioneros pudieran
entrar juntos.
Cuando las puertas se cerraron, Galup, que
estaba sentado junto a Tomás, miró a sus alrededores. Luego a su nuevo amigo,
proveniente de algún lugar lo suficientemente alejado del Conglomerado como
para desconocer sus costumbres y le dijo, señalando al resto de los
sobrevivientes:
— ¿Esto? ¿Tantas especies dejando de lado sus
diferencias y sus historias pasadas en busca de un objetivo común? ¡En nuestra
sociedad es considerada una de las mayores ofensas! El Conglomerado está unido
con fines comerciales, pero siempre ha quedado establecido que cada especie
está sola y no debe contar con más ayuda que la de sus propios integrantes. ¡Ir
por sobre esta costumbre, tan enraizada en nuestra cultura, es mérito tuyo!
Tomás no respondió. No le gustaba recibir
elogios. O quizás no estaba acostumbrado. Se limitó a contemplar aquel recinto
repleto de criaturas hermosas y temibles. Seres que apenas horas atrás se
destrozaban entre sí, ahora descansando uno contra el otro por los esfuerzos
del escape. Recién entonces supo qué decir:
— No, Galup. Es mérito de todos.
CULBERT
La excusa que decía durante las misas cuando
alguien le preguntaba por qué no llevaba puesta la túnica era que no le
resultaban cómodas en caso de tener un eventual enfrentamiento cuerpo a cuerpo
con alguna hipotética amenaza. Lo cual era cierto. Y a la vez no lo era. Porque
desde que se había comprobado que lo que la doctora había declarado acerca de
la desaparición de Stern y Tomás era cierto, un principio de duda se había
instalado en su mente. Y el asunto era que la declaración de la doctora
implicaba que entonces el Capitán seguía siendo aquel delincuente que había
estado persiguiendo toda su vida. Aunque, por otra parte, tenía los testimonios
de Michael Parrish y Valeria Santos, quienes afirmaban que quien había
comenzado la pelea había sido Tomás. Tomás, que según Stern se había
sacrificado por él. Algo no cerraba. Pero, después de todo, ¿No era aquella
nave estelar prueba suficiente para creer en lo que Stern dijera? Ya no sabía
qué creer. ¡No sabía qué creer!
Y aquel era el verdadero motivo por el que no
usaba la túnica.
Se dirigía al buffet. Al llegar vio a Cazador-de-Presas-Ágiles
sentado, con cara de pocos amigos, tragando la pasta alimenticia. Su compañero
de habitación seguía sin acostumbrarse a aquel dudoso manjar. Se sentó frente a
él. El gigante lo saludó con un gesto, sin dejar de meterse el puré en la boca.
—Extrrraño la sensación de morrrderrr.
¿Crrrees que si le pido a alguien de Ingenierrría que me haga un morrrdillo
sepa cómo hacerlo?
Culbert no supo qué responder.
— ¿Tienen mordillos en tu planeta?
—No. Los niños de tu especie lo usan, por lo
que vi. ¿Podrrrán hacerrr algo así para mí?
Culbert contestó automáticamente, perdido en
sus pensamientos.
—Sí, no creo que haya problema. —Tardó un
momento en notar que algo no estaba bien. — ¿Cómo supiste eso?
El Graahrknut lo miró, intentando comprender a
qué se refería. Al entenderlo respondió:
—Lo leí en Interrrnet.
Culbert siguió sin entender. El comportamiento
lacónico de su amigo le hacía perder la paciencia a veces. Una paciencia que
nunca había sido muy abundante, por otro lado.
— ¿Cómo... Cómo pudiste leerlo en Internet?
Caz había terminado de comer. No le gustaba la
comida, tampoco le agradaba mucho la idea de perder el tiempo conversando, a
menos que se tratara de temas que fueran de su interés. Y aquel no lo era. Así
que se levantó, bufando de hartazgo, y saludó a la distancia a Florencia, quien
respondió el saludo nerviosa y furtivamente. Lo miró desde arriba y respondió,
más por obligación de dar una respuesta que por gusto:
—Pude leerrrlo porque conozco los idiomas de
la Tierrra, desde luego. Y porque he tenido algo de tiempo librrre para
hacerrrlo, desde luego.
Y se marchó sin despedirse.
Culbert se quedó pensando. Aquello no
respondía en absoluto lo que le había preguntado. Quería decir que había accedido
de alguna manera a Internet, eso estaba claro. Y lo había hecho desde la nave.
Comenzó a inquietarse. Si había una forma de acceder a la información de la
Tierra, Caz podía descubrir que todo aquello que le habían contado acerca del
peligro que significaba para los Graahrknut el buscar tener problemas con los
humanos era una mentira, no había forma de saber qué repercusiones podría haber
para su planeta natal. Por otra parte, si contaban con acceso a Internet...
¡eso significaba que podían comunicarse con casa!
Por un segundo recordó aquello que había
predicado Stern, acerca de la lluvia de fuego que supuestamente había caído
sobre la Tierra poco después de su partida, pero algo en su interior no podía
creerlo. Le dolió descubrirlo, pero no creía del todo en lo que su Capitán
predicaba. Comenzó a reprocharse incluso el haber confiado en él tan pronto.
Y volvió a pensar en Caz. Vio en su mente una
flota de naves Graahrknut rodeando los cielos celestes de las mayores capitales
terrícolas, rasgando las nubes mientras se acercaban al suelo, con millones de
cazadores listos para perseguir, atrapar y cocinar a hombres, mujeres y niños.
Cuando salió de su ensoñación se dio cuenta de
que respiraba agitado. Las manos le temblaban. Había aprendido a apreciar la
compañía de Caz, pero si tenía que elegir entre mantener a salvo una Tierra que
probablemente nunca volvería a ver y la vida de aquel extraño amigo que la vida
le había puesto en su camino, no dudaba cuál sería su elección. Se levantó de
la mesa sin esperar a que le trajeran su desayuno y corrió en busca del
Graahrknut.
Lo encontró no muy lejos, camino a la sala de
motores. Adoptó una apariencia calma y lo interceptó.
— ¿Puedo preguntarte algo? —Caz asintió de
mala gana— ¿Cuánto has aprendido sobre la Tierra? ¿Quién es tu personaje
histórico preferido, por ejemplo?
Caz se tomó un tiempo para meditar su
respuesta.
—No he tenido tiempo de verrr mucho. Pero me
agrrrada Nietzsche. Admirrro la astucia militarrr de Julio Césarrr. Y las
habilidades para pilotearrr una nave estelarrr de Luke Skywalkerrr.
Culbert levantó una ceja. Tenía que haber
escuchado mal.
— ¿Cómo dices? ¿Quién has dicho que era el
último?
Caz lo miró con su estoicismo habitual. Luego
pareció comprender algo y dijo:
—Quizás no lo conozcas. Peleó en unas guerrras
que sucedieron hace mucho tiempo y en otra galaxia. ¡Ignorrraba que tu especie
había llegado tan lejos! Cuando quierrras podemos verrr su historrria juntos, ¡Podrrrías
aprender un parrr de cosas!
Culbert lo miró, esperando la señal que
delatara que el gigante le estaba haciendo una broma. Luego recordó que se
trataba de Caz. No podía ser una broma. Todo parecía indicar que no comprendía
el concepto de "ficción", por lo que tomaba cada película como una
crónica histórica.
—Te diré algo, —propuso, ya algo más
tranquilo— ¿qué te parece si después de nuestros turnos nos encontramos donde
está Internet y revisamos algunos archivos... históricos?
El Graahrknut hizo un gesto que Benjamin nunca
había visto antes y respondió afirmativamente.
Luego comprendió que aquel gesto era la manera
en que aquella especie demostraba su alegría.
TOMÁS
Una señal les indicó que ya era seguro salir
de la cámara. Así lo hicieron. Tomás esperaba encontrar una cápsula de escape.
En su lugar se vio en el patio de un extraño edificio, bajo un cielo anaranjado
en el que brillaba con debilidad una tenue estrella roja. Comprendió que
finalmente estaba pisando un mundo alienígena y se permitió unos segundos para
maravillarse de lo que veía. Se giró para preguntarle a Galup si sabía dónde
podían estar y éste empezó a responder.
Un momento después, su cabeza había
desaparecido. En su lugar se encontraba una burbuja de un espeso líquido color
blanco. Tomás tardó una eternidad de dos o tres segundos en comprender que
aquello era su sangre. Miró alrededor. La escena se repetía entre varios de los
prófugos: cabezas, miembros y torsos explotaban sin un patrón aparente. Uno de
los seres localizó la fuente de los ataques con su sonar y gritó:
— ¡Allí, en aquel edificio! ¡Nos disparan!
Lejos de quedarse paralizado, Tomás se tiró al
piso, rodó hacia un costado y se protegió escondiéndose debajo del cuerpo de
uno de sus compañeros de fuga. Sintió cómo el líquido vital de aquel
extraterrestre, al que reconoció como uno de los que habían encontrado la
entrada a la cámara de descompresión, se escurría sobre su espalda. Algo dentro
de sí quiso llorar. Y algo más le dijo que no era el momento de empañarse la
visión con lágrimas, que ya habría tiempo para lamentar a los caídos. Miró
hacia el edificio donde se escondían aquellos que les disparaban. Calculó una
distancia de entre veinte y treinta metros. No era tanto. Aprovechando que los
disparos (si es que se trataba de disparos) eran silenciosos, gritó órdenes.
Les ordenó ponerse a cubierto, aunque a aquella altura ya casi no era necesario
decirlo. Luego gritó una serie de instrucciones, una estrategia basada en la
breve percepción que recordaba haber tenido de aquel lugar. Alcanzó a organizar
tres columnas, con sus integrantes lo suficientemente separados como para no
ser un blanco tan fácil. Los hizo avanzar rápidamente, usando los cuerpos de
sus compañeros caídos como escudo. Murieron bastantes, pero llegaron a su
objetivo. Se encontraban ahora en un punto ciego para quienes los atacaban. Al
menos estaban a salvo. Entonces cuatro de los sobrevivientes comenzaron a
trepar las paredes con facilidad. Subieron hasta alcanzar las ventanillas donde
se escondían aquellos que les disparaban y comenzaron a arrojarlos hacia el
piso, donde los esperaban ansiosamente el resto de los antiguos prisioneros,
quienes los golpeaban hasta la muerte.
Tomás gritó una orden al grupo de vengadores
que tenía más cerca: "¡Alto!". Se acercó al francotirador, malherido
ya por el impacto de la caída y los golpes y mordeduras que acababa de recibir.
— ¿Cómo se sale de acá?—, preguntó, pero el
guardia estaba ya demasiado dolorido para entender cualquier otra cosa que no
fuese más dolor, o la ausencia de éste. Algo en su interior se quebró. No
quería verlo sufrir. No quería ver sufrir nunca a nadie. Pero no tenía opción,
aquellos guardias estaban ahí para impedir que él volviera a su nave; con sus
amigos, quienes ahora estaban bajo el control enfermizo de Stern. Pensó en
Florencia y Diana, a quienes aquel maniático había sentenciado a muerte sólo
por no querer ni poder comprenderlas.
Aquel pensamiento le dio fuerzas. Gritó una
nueva orden: ¡Curen a los guardias! ¡Los necesitamos vivos!". Gradualmente,
las acciones de sus compañeros de escape pasaron de la agresión a la atención
médica. Uno de los convictos, que pertenecía a una especie que había
desarrollado la habilidad de producir saliva con potentes propiedades
analgésicas y antisépticas, fue designado como el doctor del grupo. Otro de
ellos, un asesino entrenado en la biología de todas las especies afiliadas al
Conglomerado, hizo las veces de cirujano en jefe.
Varias horas después, ya más tranquilo, Tomás
volvió a hacer la misma pregunta que había intentado hacer a aquel guardia bajo
tortura. Y esta vez, mientras se recuperaba de sus heridas y todavía
sorprendido por el espíritu de cooperación que acababa de ver entre aquellos
fugitivos, le dijo todo: dónde se guardaban las naves que les permitirían
escapar de aquel planeta, en qué sistema se encontraban en aquel momento y cómo
llegar hasta el mundo al que muchos habían comenzado a llamar Irupé.
DIANA
Estar confinada a la enfermería podía ser un
castigo y una bendición. Lo primero por la obvia falta de libertad para moverse
por la nave a voluntad. Le gustaba pararse frente al mirador y observar las
estrellas. No tanto por las estrellas en sí, sino para imaginar que podía ver
la Tierra. Y soñar despierta con Juli, su hijita del alma. Aquella que se había
quedado atrás, sola, porque el padre era un bueno para nada que había elegido
el camino fácil para lidiar con los problemas de la vida. Sola porque ella la
había perdido de vista en la confusión del tiroteo, allá en el Uritorco. Sola
porque el loco que tenía la batuta en aquel lugar de locos se había empecinado
en no dejarla volver. ¡Su pobre Juli!
Una semana atrás había recibido una visita
inesperada. El Capitán, su Señoría magnífica, aquel yanqui loco, se había
dignado a bajar hasta su oficina/prisión, también conocida como el hospital de
a bordo. Siempre se habían evitado mutuamente, así que cuando lo vio, allí,
rodeado de custodios, se le escapó un suspiro de susto, seguido de un
escalofrío imposible de disimular. Al verla reaccionar así, Stern sonrió.
— ¡Doctora! ¡Qué alegría verla por
acá!—exclamó con sorna — ¡Es bueno ver que finalmente "decidió"
acompañarnos!
El impulso más primitivo de Diana fue
abalanzarse sobre él, pero al ver a su guardia armada alrededor una parte más
evolucionada de su cerebro (puede que la razón, puede que el instinto de
supervivencia) le dijo que lo mejor era quedarse tranquila.
— ¿Y vó' qué queré' acá? ¿Eh?— lo increpó.
Stern parecía disfrutar de aquella situación.
Su sonrisa se acentuó.
— ¡Oh, nada importante! Sólo estoy haciendo
una visita de rutina por las instalaciones. Ya sabe cómo es esto: charlando con
los tripulantes, familiarizándome con sus tareas y sus vidas. Descubriendo sus
sueños y ambiciones, sus ideales, si están dedicándose a nuestra causa sagrada
con auténtico fervor o siguen sin creer en mi religión, aun cuando las evidencias
nos rodean y nos llevan a viajar por el universo... ¡En fin, lo de siempre!— La
única respuesta de Diana a aquel soliloquio grandilocuente y obsesivamente
gesticulado fue una mirada que de haberse podido medir en megatones tendría el
equivalente a medio arsenal nuclear de una de las grandes potencias de la
Tierra.
Stern avanzó unos pasos. Se sentó en una de
las camillas, demasiado cerca y a la vez demasiado lejos de Diana. Ni siquiera
la miró y comenzó a silbar una canción que a ella le resultó vagamente
familiar. La reconoció cuando Stern murmuró una porción del estribillo:
"Oh, please, stand by me, Diana".
—Tuve un novio que me cantaba esa canción, —compartió
la doctora, sorprendiendo al Capitán— Era un romántico. Pero una noche me lo
crucé muy borracho. Venía de jugar al truco con unos malandra' amigos suyo'. Se
la quiso dar de guapo y me quiso obligar a hacer cosa' ahí nomá, en la
"vedera", como un perro. — Stern se inclinó hacia adelante, visiblemente
interesado por la historia— Yo no quise saber nada, pero él estaba emperrado en
que sí quería.
Dejó de hablar. Stern fingió consternación,
pero Diana no lo notó. El silencio se hizo demasiado largo. La doctora estaba
con la mirada perdida en un punto aleatorio de su sala de trabajo.
— ¿Y qué sucedió?— preguntó, ansioso. Diana
sonrió con malicia.
—Sucedió que le partí la mandíbula de una
piña. Eso sucedió. ¿Sabé por qué? ¡Porque conmigo no se mete nadie! ¡Y con mi
hija, meno'!
Se había acercado demasiado, había tomado
desprevenidos a los guardaespaldas. Stern dejó caer su máscara de autocomplacencia
y se mostró como lo que realmente era: un pobre gusano temeroso del mundo y de
quienes lo habitaban. Cuando se tranquilizó, se levantó, hizo señas a sus
protectores para que lo siguieran y caminó con torpeza hacia la salida. Diana
aprovechó aquella oportunidad única para intentar meterse en la mente de aquel
hombre despreciable.
— ¡Ehhh! ¿Tan rápido te vá'? ¿Qué te pasa? ¿No
vinistes a charlar con una pobre vieja? ¿No querías hacer tu buena acción del
día?— y cuando vio que aquello no tenía ningún efecto, recurrió a algo más
básico — ¡Cagón! ¡Mantequita! ¡Loquito!
Los insultos surtieron efecto. ¡Aquello era
muy efectivo! Stern ya no era él. Ahora estaba frente a David el Violento, que
se giró, empujó a los guardaespaldas para que lo dejaran pasar y se le acercó,
bufando como un toro en celo. Cuando estuvo a un par de pasos le gritó:
— ¿Miedoso, yo? ¿Loco? ¡Vieja horrible, no
tienes ni idea de a quién elegiste insultar!
Recibió el cabezazo apenas terminó de enunciar
su amenaza. La frente de Diana impactó en su ojo izquierdo con la fuerza de dos
planetas en inevitable colisión. Stern se echó para atrás con tanta fuerza que
cayó sentado. Los guardaespaldas reaccionaron y se ubicaron entre los dos, pero
la agresora no había mostrado ningún tipo de resistencia. Se había quedado
allí, de pie, mirándolo desde lo alto. Ella, erguida, sonriendo. Él, en el
piso, incrédulo y temblando de miedo y furia.
Los guardaespaldas quisieron ayudarlo a
levantar, pero él golpeó las manos que tenía cerca, rechazándolas con rencor
infinito. Antes de salir del hospital de a bordo se volteó, miró a Diana con
mero odio y gruñó una amenaza:
— ¡Estás muerta! ¡Muerta!
Lejos de amedrentarse, Diana fingió
preocupación y le dijo:
—Bien, pero antes tendríamo' que revisar ese
ojo. ¡Semejante golpe puede llegar a provocar una contusión, un derrame,
cualquier cosa! ¡Hacé una cosa, tomate el día, andate pá' tu pieza y no te
duerma'! Si te sentí' mareado vení a verme, que yo no puedo salir de acá. O
fijate si conseguí' otro médico, no sé. — Remató la frase con una sonrisa.
Cuando se quedó sola se permitió resoplar toda
la tensión que había guardado. Comenzó a temblar como una hoja en el viento.
Unos días más tarde, recibió otra visita. Esta
vez se trataba de Florencia. Traía una bandeja con aquel puré insípido. Se la
notaba nerviosa y avergonzada. Por un segundo le recordó a su hija, cuando era
apenas una niña de jardín y se mandaba alguna macana que le resultaba imposible
ocultar. Luego recordó que parte de la culpa de que ella estuviese confinada a
la enfermería era suya y aquello le cambió su percepción sobre la chica.
— ¿Y vó qué hacé acá? ¿Los guardia' no te
quieren recibir mi comida?— Florencia bajó la cabeza, acusando el golpe. Diana
se alegró de aquello.
—Quise... Quise venir yo a traértela. Convencí
a Tobermory... de hacer un juego y si perdía me tenía que dejar la tarde libre.
Y gané. Creo... Creo que necesito hablar con... vos.
Diana resopló, ofendida.
— ¿Creés que necesitás hablar conmigo? ¡Bueno,
nena, yo estoy segura que necesitaba hablar con vó! ¡Pero hace mucho, cuando
Miguelito y la otra turra andaban diciendo que yo era una asesina! ¡Necesitaba
que vó y el Toblerone ese me dieran una mano! ¡Que él dijera lo que había
visto! ¡Pero no! ¿Estaban muy ocupado' preparando la cena, o qué?
Florencia seguía allí, parada en la puerta,
con la bandeja en la mano, visiblemente acongojada. Movió los labios, pero no
salió sonido alguno.
— ¡Dejá, dejá! ¡No me diga' nada! ¡Dejá la
porquería esa que sirve de comida y mandate a mudar!
Florencia miró con obsesión extrema la bandeja
que tenía en sus manos. No se movió. Diana volvió a gritarle que se fuera. No
pudo hacer nada contra aquella compulsión que había sufrido toda la vida de
rendirse ante una frase imperativa. Dejó la bandeja en una camilla cercana a
donde estaba, sin despegar los ojos de la bandeja. Diana notó que la chica
comenzaba a hiperventilar. Era un reflejo adquirido de tantos años previendo
los ataques de asma de su hija. Pero su furia era mayor que sus habilidades de
diagnóstico en aquel instante y prefirió ignorarlo. De pronto Florencia tomó
una bocanada de aire y volvió a hablar.
—Venía para contarte que hubo una muerte medio
extraña en la nave. Un guardia apareció muerto... Hay quienes dicen que lo mató
otro guardia por un problema personal, pero escuché el rumor de que... el
capitán hizo pelear entre sí a cuatro guardaespaldas que le fallaron. ¡Y puede
ser, porque lo vi el otro día, con un ojo morado!
Por un momento la doctora dejó caer su escudo
de hostilidad. Aquel guardia muerto era culpa suya, de su carácter. O al menos
consecuencia directa de sus acciones. Pero luego recordó que ella estaba allí
encerrada por la inacción de Florencia. Volvió a gritarle que se fuera. La
chica se giró rápidamente y casi corrió hacia la salida. Cuando llegó al marco
se detuvo y se volvió, lista para hacer una confesión que venía guardando desde
el comienzo del viaje:
—Diana... entendeme, por favor. Soy autista y
me cuesta...
— ¡Que te vaya', carajo!— ordenó, y remató el
concepto arrojándole un aparato regenerador de tejido epitelial que tenía a
mano.
Sólo cuando la adrenalina se diluyó de su
torrente sanguíneo y pudo calmarse se arrepintió de cómo había reaccionado y se
dejó llevar por las olas de un mar de culpa.
Las lágrimas ayudaron un poco a reducir la
presión.
TOMÁS
El sistema en el que estaba estacionada
aquella sección de la prisión había quedado atrás. Bastante atrás. Igualmente
estaban muy lejos de Irupé. Y mucho más lejos de la nave en la que estaban sus
amigos. El recuerdo de Florencia, Diana, Noelia y los demás le pegó un
nostalgiazo fuerte en las costillas, a la altura del corazón. Revisó el
cargamento de la nave que habían robado, una goleta de carga no muy armada,
pero con el motor más veloz que había disponible y sonrió.
Habían decidido acompañarlo aquellos fugitivos
que no tenían ningún motivo para regresar al Conglomerado. Personas que habían
perdido todo lo que tenían o habían cometido crímenes tan atroces para las
leyes de su sociedad que no podían permitirse regresar. Cabe aclarar que muchos
de estos crímenes tenían que ver con transgredir leyes o formas de vivir que a
Tomás ni siquiera le parecieron un delito en sí. Por ejemplo, el viejo
antropoide emplumado que piloteaba la nave en aquel momento, Figghuroth, había
sido encarcelado por intentar contrabandear donaciones de alimentos a un
continente de su mundo natal asolado por una feroz sequía. En un planeta donde
se glorificaba la selección natural y cualquier tipo de ayuda o asistencia era
considerada una felonía, aquella era una sentencia de por vida a la cárcel.
Claro que también había otros con ofensas más tradicionales, como asesinatos,
robos y hasta un antiguo gobernante tirano. Pero todos seguían las órdenes de
Tomás. En un momento que se quedaron a solas, éste le preguntó a Figghuroth por
qué gente como un antiguo regente o capitanes de cruceros piratas le hacían
caso a él, en lugar de intentar luchar por el control de la nave. El emplumado
anciano arqueó la cresta de su cabeza, confundido.
— ¿Intentar quitarte el mando? ¿Por qué
habrían de hacer eso, si hasta ahora has tomado todas las decisiones correctas?
Quizá sea tu perspectiva alienígena: piensas como ninguno de los integrantes
del Conglomerado lo hace. Y eso te permite tener un punto de vista particular,
único, libre de los conceptos arraigados por nuestra civilización.
Tomás meditó aquellas palabras.
—A lo mejor el desafiar al que está al mando
sólo por satisfacer un deseo propio de autosuperación es algo propio de mi
especie. Eso explicaría varios contratiempos que tuvimos a lo largo de nuestra
historia.
Figghuroth se quedó en silencio, estudiando lo
que aquel humano comentaba. Cuando llegó a una decisión, habló.
—En todas las especies del Conglomerado ha
habido gente que no ha estado de acuerdo con quienes están al mando. Cada especie
encontró su manera de lidiar con éstas situaciones. Algunos encarcelan a los
disidentes, como habrás visto en la prisión. Otros debaten durante generaciones
hasta alcanzar un punto medio. Incluso hay quienes crean simulaciones donde se
estudia qué estilo de liderazgo tendrá los mejores resultados a futuro. Pero en
general coincidimos en que hemos alcanzado un cierto equilibrio entre los
integrantes del Conglomerado.
Tomás se sorprendió al escuchar aquello.
— ¿Tienen conceptos en común? Tenía entendido
que cada planeta se las arreglaba por su cuenta y la unión era meramente
comercial.
Sin dejar de observar los controles, el piloto
respondió:
— Es difícil de entender para alguien que no
pertenece al Conglomerado. Las influencias son inevitables. Ni siquiera las
civilizaciones de seres artificiales están exentas a algún tipo de filtración
cultural. — Se interrumpió. Algo le llamó la atención en sus pantallas—
¡Problemas! ¡Detecto una flota de seis naves! ¡Nos están siguiendo desde vaya
alguien a saber cuánto tiempo!
Tomás se acercó a los controles. Allí estaban,
claro como el haz de luz de un pulsar.
— ¿Por qué no las vimos antes?
Figghuroth ladeó la cabeza, analizando las
medidas que le llegaban desde los monitores.
—Sus sensores son superiores a los nuestros.
Tienen mayor alcance. Lo siento, pero al conversar contigo descuidé nuestra
velocidad y eso provocó que se acercaran lo necesario para detectarlos.
Tomás le apoyó una mano en el hombro, sin
considerar que aquel ser podía no entender el significado de dicho gesto. Se
compenetró en la situación. Deseó tener allí a Culbert, para que le ayudara a
armar estrategias de evasión. A Noelia, para evaluar las posibilidades de las
distintas maniobras que se le ocurrían. A Raúl, para asegurarse de que la nave
respondería como debía hacerlo. A Diana, para tener la tranquilidad de que sin
importar lo que sucediera, los heridos tendrían a alguien capaz para cuidarlos.
A Enrique, para escuchar las comunicaciones enemigas y encontrar la manera de
volverlas en su contra. A Florencia, que ante un momento de duda seguramente
iba a tener las palabras justas para decirle. Pero tenía aquella nave, que
ciertamente no estaba preparada para el combate. Y aquella tripulación, que
todavía no había tenido tiempo de conocer la forma de trabajar de sus
compañeros. Pero también tenía algo fundamental: el deseo de sobrevivir. Y
aquello era algo que todos aquellos fugitivos compartían. Había sido un
discurso, el de Stern, el que había iniciado aquel escape. Ahora debía ser uno
suyo el que lo terminara. Así que tomó el micrófono y les habló.
"Amigos, compañeros de fuga, acabamos de
detectar una flota de seis naves acercándose a nosotros. No voy a mentirles, son naves muy superiores a
la nuestra, fuertemente armadas y más rápidas. Las cosas no se ven bien.
Pero tenemos algo que ellos no. Porque ellos
tendrán el deseo de cumplir con su deber, de atraparnos o eliminarnos. ¡Pero
nosotros tenemos algo mejor! ¡Tenemos nuestra voluntad! ¡Nuestras ganas de ser
libres! ¡Tenemos la amplia visión de las cosas que sólo se obtiene a partir de
la cooperación entre aquellos que piensan distinto, que ven el universo desde
otras perspectivas alternativas! ¡Así que vamos a ganar! ¡Podemos ganar!
¡Debemos ganar! ¡Porque la vida es lo que elegimos hacer con ella!— hizo una
pausa. Había aprendido aquello de Stern, aunque no se permitió admitirlo en
aquel instante— ¡Ahora cada uno de nosotros se va a ubicar en la sección de la
nave con la que esté mejor familiarizado! ¡Y va a dar todo de sí para que todos
sobrevivamos! ¡Vamos, amigos! ¡Vamos todavía!"
Al terminar su discurso, Figghuroth apartó un
momento la vista de los controles. Giró la cabeza para mirar al joven
extranjero, con una expresión que podía ser tanto sorpresa como respeto. Se lo
quedó observando lo suficiente como para que Tomás comenzara a sentirse
incómodo. Luego se giró, devolviendo su atención a los controles.
"Si supiera que buena parte de lo que
dije es una canción de un dibujo animado, ¿me habría mirado así?", pensó
Tomás. Quiso sonreír, pero no pudo. No era el momento.
Kuhr, un artrópodo con la altura de un perro
grande, entró corriendo a la cabina.
— ¡Creo que tengo un plan!
Y lo escucharon. Era una locura.
Los capitanes de las naves que los perseguían
sabían que aquello iba a ser algo sencillo. La goleta que habían robado los
reclusos apenas tenía armamento suficiente para vaporizar cometas y asteroides
que se acercaran demasiado y piratas que buscaran quedarse con su cargamento.
Pero aquellas seis naves de asalto no eran asteroides ni cometas. Y ciertamente
estaban mejor equipados que un grupo de piratas carroñeros. Se encontraban
fuera de los límites del Conglomerado, así que ya no se aplicaban sus leyes. Lo
que significaba que estaban autorizados a disparar a matar y no provocarían
ningún incidente diplomático interplanetario. El Almirante de la flota ordenó
una serie de disparos disuasivos, una advertencia de aquello a lo que se
enfrentaban, para hacerlos entrar en razón. Dos cohetes y una ráfaga de
proyectiles metálicos se dispararon a sectores no vitales de la estructura de
la nave.
Pero algo pareció salir mal. Debía haber sido
un error de cálculo del artillero. Una nube de gases comenzó a filtrarse por
uno de los laterales de la nave fugitiva. El análisis reveló que se trataba de
la atmósfera interna. El Almirante sonrió. Aquello era demasiado sencillo. Hubo
una nueva fuga, esta vez de radiación, por el lateral contrario de la goleta.
Llegaron los reportes de las otras naves, indicando que seis naves eran
demasiado para contener aquella pequeña navecita. Tal como estaban las cosas,
podía prescindir de tres buques, para ayudar a contener a otros fugados que
habían huido en otras direcciones, aquellos convictos que tenían motivos para
regresar a sus mundos natales. El Almirante autorizó el regreso de esas tres
naves, realmente no hacían falta para detener a una pequeña goleta en ruinas.
Continuaron acercándose, preparando los
procedimientos estándar de abordaje. Los soldados dejaron sus puestos de
combate para armarse y cambiar sus uniformes por las armaduras de batalla que
les garantizarían no sólo protección, sino también un bienvenido efecto
intimidatorio. El Almirante pidió lectura de signos vitales, pero la fuga de
radiación impedía una lectura correcta. ¡Los fugitivos podían estar en peligro!
¡Había que acercarse lo antes posible para rescatarlos!
Ya estaban en rango para activar los arpones
de abordaje, una especie de rayo tractor intenso que se usaba para fijar la
posición entre la nave a ser detenida y la de los guardias. El Almirante dio la
orden de activarlos.
Apenas segundos después, la nave principal de
la flota fue sacudida por una violenta explosión. Perdieron todo el poder
eléctrico y se activaron automáticamente los generadores de emergencia. El
Almirante había caído de su asiento, al igual que varios de los miembros de la
tripulación. Su glándula del desastre, aquella que ante un peligro comenzaba a
secretar enzimas y hormonas que calmaban su psiquis mientras mejoraba sus
reflejos y sentidos, comenzó a trabajar al límite. Gritó órdenes, pero nadie
estaba en condiciones de acatarlas. Miró a su alrededor. Cadetes sollozando.
Comandantes buscando sus miembros entre los cadáveres de sus compañeros caídos.
Una Teniente intentaba liberar su cuerpo de un mamparo que la estaba
aplastando. El puente era un caos.
Dejó de dar órdenes, era inútil. Se arrastró
hasta los controles, apartó al oficial que yacía sin vida en su puesto y comenzó
a toquetear los interruptores para activar la pantalla. Tardó más de lo
esperado, pero lo consiguió. Deseó no haberlo hecho. La imagen que le
devolvieron las cámaras fue una total destrucción de las otras dos naves de su
flota. La suya era la única que permanecía medianamente entera.
No había señales de la maldita goleta.
Los fugitivos no festejaron hasta no estar a
dos sistemas de distancia. Había sido una pequeña batalla, pero una gran
victoria. Habían sufrido algunas pérdidas, algunos tenían quemaduras por
radiación y la atmósfera de la nave se había reducido en un setenta por ciento.
Pero estaban vivos. Y fuera del alcance de sus perseguidores.
Tomás preguntó a Figghuroth qué tan lejos
estaban ahora de Irupé. El extraterrestre estudió la astrometría, la comparó
con la base de datos instalada en la goleta, que abarcaba buena parte de las
rutas comerciales del Conglomerado, y llegó a una conclusión.
— ¡No tan lejos como pensábamos! Un par de
decenas de ciclos de sueño, puede ser que un poco más.
Llegaron los reportes de daños. No tenían
atmósfera suficiente para desviarse del curso actual, que los llevaba directo a
una fuente de oxígeno, nitrógeno y otros gases que los tripulantes necesitaban
para seguir respirando. A riesgo de gastar un poco más de aire de lo que podía,
Tomás lanzó un profundo suspiro. Había recorrido un largo camino para llegar
allí. Y le faltaba recorrer mucho más para reencontrarse con sus amigos. Pero
tuvo la certeza de que iba a volver a la nave. A su nave. Puede que no fuera
dentro de aquel par de decenas de ciclos de sueño, como le había informado su
piloto, pero iba a regresar. Porque lo necesitaban. Y porque lo necesitaba.
Mientras tanto, tenía todo un universo que
recorrer. Y aquello era más de lo que había deseado en su vida.
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